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..: BILBAÍNA JAZZ CLUB, 20 AÑOS DESPUÉS. Por Yahvé M. de la Cavada


© Naiel Ibarrola, 2011

Como en las viejas películas de cine negro, la entrada está al final de un callejón. Doblando la esquina, para rizar el rizo –y redondear el tópico–, un casino. Al final del callejón, una puerta roja precede a unas escaleras, como en el mítico Village Vanguard, y bajándolas llega uno al club, al local de Bilbaína Jazz Club.

Aunque el club no es el local. El club es el club. Es una pequeña masa de aficionados que se rompen los cuernos e invierten a fondo perdido en una actividad que, si el mundo fuese como debiera ser, estaría más subvencionada de lo que está y, especialmente, tendría más tráfico humano. Esas personas, los socios que llevan veinte años, los que estuvieron y ya no están, los que se han apuntado este año o los que, simplemente, van con cierta frecuencia, todos ellos, son el club. El local sólo es el local, sí, pero es inevitable asociarlo al club, así que, en cierta forma, el suelo al final de esas escaleras también es el club.

Al entrar uno puede apreciar el horrible color de las paredes y el suelo de baldosa, más propio de una despensa o una cocina. A mano izquierda, un primario collage fotográfico recuerda noches antiguas, conciertos de tiempos mejores, o no. Músicos descoloridos o degradados cromáticamente sobre el papel impreso, y que, sin embargo, relucen fulgurantes en la memoria de los aficionados bilbaínos. Recuerdos, al fin y al cabo.

Caminando, enseguida notarás la moqueta bajo tus pies. Bien. Eso quiere decir que has llegado a la zona que te garantiza ver lo que ocurre en el escenario, presenciar la música frente a frente. Es una moqueta tan horrenda y entrañable como el color de la pared, pero el club es imposible de entender sin esos motivos florales, diseñados hace décadas, que nunca –y digo nunca– debieron estar de moda. Es una de esas pequeñas idiosincrasias del local, del club. Personal e intransferible.

En la mesa de sonido estarán Borja o Enrico, siempre preocupados de que la cosa suene bien, de que los músicos, y el público, estén a gusto. Si les miras de reojo durante la actuación verás que su expresión sólo puede albergar dos actitudes: la concentración de quien está pendiente y la satisfacción de quien disfruta enormemente de su trabajo y de lo que suena alrededor del mismo. De un sitio a otro, revoloteando por el local o disparando al escenario con su cámara, podéis ver a Gorka, responsable de la programación, centinela de que todo funcione, de que se respete con el silencio la actuación (algo escaso en los días que corren) y de un sinfín de cosas más.

José Larracoechea, actual presidente (de una estirpe que se inició con el gran Pío Lindeegard) y uno de los principales responsables de que el club siga en pie veinte años después (¡veinte!) tal vez se anime a dirigirse brevemente a la audiencia entre pase y pase, anunciando reuniones del club, contando anécdotas o lo que se tercie. Entonces, muy probablemente, se referirá al club como lo que es, lo que representa: un milagro. En un mundo hostil para la música en vivo y en una ciudad que, aunque pueda parecer lo contrario, no manifiesta una gran pasión por el jazz, que exista Bilbaína Jazz Club (¡veinte años después!) es un auténtico milagro. Así lo dirá “Larraco” (para los amigos) y así es.

La música se sucede sobre un pequeño escenario, presidido hasta hace bien poco por una antigua pintura de un saxofonista indescifrable. Los músicos se encuentran a pie de público, rodeados –arropados– por aficionados en cada flanco, sintiendo una cercanía que no es figurada. No importa el ruido del lavavajillas en la barra del bar o el tintineo de los hielos al preparar los combinados. No importa la decoración arcaica y alguna de las incomodidades del local. Cuando los músicos se ven en un contexto tan íntimo y amistoso, casi siempre se muestran permeables a esa cercanía, tocando relajados y distendidos, como en su propia casa. Y así es como todos, unos a otros, músicos a público y viceversa, se dejan invadir de la calidez de lo compartido entre amigos.

Esa calidez es el club. Ese aire doméstico y familiar que hace que, independientemente del concierto del día, haya jazz en directo cada semana en Bilbao. Por encima de pseudo-festivales y programaciones municipales; el verdadero compromiso, donde los aficionados saltan a la arena del jazz en directo, está en Bilbaína Jazz Club

Si vienes unos cuantos jueves, algunas caras comenzarán a serte conocidas. Empezarás a alzar los ojos al encontrarte con ellas, a saludar como a quien comparte barrio o escalera. Amigos y vecinos. Tal vez sólo tengas una cosa en común con ellos, pero en ese pequeño universo, el del club, es la más importante. Ya eres parte de Bilbaína Jazz Club.

Texto © 2011 Yahvé M. de la Cavada
Ilustración © 2011 Naiel Ibarrola