LA GRAN MANZANA (SEGUNDO ACTO)
Tras llegar a Nueva
York en la primavera de 1923, Fats Waller tocó para Clarence Robinson en un
espectáculo de variedades en el Gaiety Theatre. Sonny Greer, Toby Hardwick y
yo lo conocíamos bien de cuando estuvimos en Nueva York con Sweatman, por lo
que un día hablamos en confianza.
—La semana que viene lo dejo —dijo Fats—.
¿Por qué no venís a Nueva York y pilláis el trabajo? Ya me encargo yo de hablar
con ellos.
Dijimos que sí con entusiasmo ante aquella
oportunidad y esperamos con ansiedad que llegara el momento de marchar. Sonny y
Toby fueron unos días antes de que yo lo hiciera. Cuando los llamé para
preguntarles si todo estaba en orden, me dijeron que sí.
—Todo va sobre ruedas —respondieron—. No
tienes por qué preocuparte, socio.
Ya que contaba con una serie de
actuaciones en Nueva York, me sentí autorizado a viajar a lo grande. Subí al
tren, me senté en primera clase, di buena cuenta de una cena copiosa y cara en
el vagón-restaurante y cogí un taxi en la Pennsylvania Station para que me
llevara a Harlem. Con todos esos gastos y las propinas subsiguientes, me lo
había gastado todo cuando llegué a la calle 129.
Sonny Greer me estaba esperando, y lo
primero que me dijo al abrirme la puerta del taxi fue:
—¡Duke, vas a tener que darnos algo! No
tenemos un chavo y estábamos esperando tu llegada para que nos echaras un
cable.
Ese «algo» significaba dinero, pero ya era
demasiado tarde a esas alturas.
—Lo siento, pero yo también estoy sin
blanca —expliqué—. Me lo he gastado todo en el viaje desde Washington.
Las cosas se habían torcido, y ya no
teníamos el trabajo. Pero había amigos dispuestos a ayudarnos y a enseñarme el
camino a seguir. Willie «The Lion» Smith fue uno de ellos, y Freddie Guy
accedió a que tocáramos por él en el Orient y, lo principal, a que
compartiéramos las propinas.
Aquél estaba siendo un verano muy
caluroso, y recuerdo que todas las mañanas teníamos que coger el metro para ir
al centro a someternos a pruebas en el Strand Building, donde casi todos los
agentes parecían estar radicados. Allí no tuvimos suerte, y al final fue
Bricktop, la famosa Bricktop (Ada Smith) la que nos sacó del apuro.
Los de Washington éramos diferentes en
muchos aspectos. Prestábamos mucha atención a nuestro aspecto, como si, en
caso de que uno de nosotros apareciera vestido de forma incorrecta, Whetsol
fuera a sacudir la ceniza de su cigarrillo en gesto significativo o a llevarse
el dedo al ojo derecho y quedarse mirando fijamente al transgresor. El primero
que nos metió en vereda, Whetsol se movía con el aire digno de un estudiante de
medicina con ambiciones elevadas. Su carácter, frágil y elegante a la vez, era
un elemento importante en nuestra música. Como resultado de haber tocado en
todos aquellos bailes de la alta sociedad de Washington, habíamos aprendido a
tocar a bajo volumen, en el estilo a veces conocido como de acompañamiento para
las conversaciones. Toby asimismo era importante en nuestro estilo por su
sonido dulce y directo al saxo melódico en do. Eran muchas las chicas que
querían hacerle de mamá, y él de vez en cuando se dejaba manejar por ellas, por
lo que a lo largo de los años estuvo dentro y fuera de la banda de modo harto
impredecible. Elmer Snowden era quien mejor ojo tenía para los negocios en el
grupo, y con el tiempo se volvió tan avispado que acabó por dejarnos, momento
en que tuvimos que reclutar a Freddie Guy para que ocupase su lugar.
Durante mis primeros meses en Nueva York
descubrí que todo el mundo podía llevar sus composiciones a las editoras
musicales de Broadway. Así que me uní al desfile de aspirantes y me asocié con
Joe Trent, un hombre simpático que estaba familiarizado con el mundo de la
edición musical. A Joe, que era un buen letrista, le gustaba mi música, así que
me tomó de la mano y me guió por Broadway. Escribimos un buen puñado de
canciones a medias y las sometimos a prueba día tras día en las oficinas de
una u otra editora, sin que —como era lo normal— tuviéramos demasiado éxito.
Hasta que un día hicimos una prueba para Fred Fisher. Éste no sólo trabajaba
como editor, sino que también era un compositor fenomenal. Fisher escribió
«Chicago» y siempre fue uno de mis inspira-dores.
—Me gusta —dijo, tras haber escuchado
nuestra canción—. Me la quedo.
—Como ya se imaginará, queremos un
anticipo de cincuenta dólares —apuntó Joe.
—Muy bien —respondió Fred Fisher—. Dadme
una partitura simplificada de la canción, y os firmo el contrato.
—Dale la partitura a este señor —me dijo
Joe entonces.
Yo hasta entonces nunca había escrito una
partitura, simplificada o de otra clase, pero eran las cuatro y media de la
tarde, y sabía que teníamos hasta las cinco para cobrar. Así que, haciendo caso
omiso de los diez pianos que sonaban de forma simultánea en los diez cubículos
vecinos, me senté y anoté una partitura simplificada. El resultado fue
satisfactorio. Cobramos el dinero, dividimos la suma y nos largamos de allí.
Había roto el hielo y a la vez le había pillado el gusto a escribir música
(¡tenía que seguir escribiendo!). Al día siguiente y durante muchos más
volvimos a la rutina de siempre: tratar de vender nuestras canciones, sin
encontrar compradores.
Joe Trent vino un día corriendo hacia mí
en Broadway. Tenía una propuesta de envergadura, y en su voz había un acento de
urgencia.
—¡Tenemos que escribir la música para un
espectáculo esta noche! ¡Esta noche, te digo!
Tonto como era y no sabedor de cómo
funciona el mundo, esa noche me senté y escribí la música para un espectáculo
entero. Yo no sabía que los compositores necesitaban sumirse en un retiro
espiritual de seis meses en las montañas o en la costa para entrar en comunión
con las musas a fin de componer la música para un espectáculo. Al día siguiente
tocamos nuestras canciones para Jack Robbins, que las aceptó encantado.
—Como ya se imaginará, queremos un
anticipo de quinientos dólares —dijo Joe.
—Muy bien —respondió Robbins—. Mañana.
Lo que de verdad sucedió fue que Jack
Robbins empeñó el anillo de prometida de su mujer para pagarnos el anticipo de
quinientos dólares. Comenzaron los ensayos del espectáculo, Chocolate
Kiddies, que fue estrenado en Alemania, donde estuvo dos años en cartel en
el Wintergarten de Berlín. Jack volvió a Estados Unidos convertido en
millonario, en un pez gordo de la música. En esos años publicó varios de mis
solos para piano, como «Rhapsody Junior» y «Bird of Paradise», que Jimmie
Lunceford más tarde grabó, con orquestación de Ed Wilcox y Eddie Durham.
Con todo, en 1923 seguíamos lejos de estar
pensando en términos de millones de dólares, por mucho que nuestras actuaciones
en Barron’s hubieran despertado el interés de muchas personas bien situadas en
el mundo del espectáculo. En otoño de ese año pasamos a tocar en el Hollywood
Club, que estaba en el centro, en la esquina de la calle 49 con Broadway.
Después de que sufriera el primero de una sucesión de incendios, el local fue
rebautizado como Kentucky Club, y allí seguimos tocando a lo largo de cuatro
años. Era un buen local en el que actuar, pues estaba abierto toda la noche,
por lo que era frecuentado por todas las grandes estrellas y los músicos de
Broadway después del trabajo. Cliente habitual, Paul Whiteman siempre nos
dejaba unas propinas de cincuenta dólares en muestra de que gustaba de nuestra
música.
Fue en el Kentucky Club donde nuestro
sonido adquirió nuevos colores y rasgos. Primero añadimos al conjunto a
Charlie Irvis, un trombonista apodado «Tapón» en razón de la sordina inusual
que empleaba. Después, cuando Artie Whetsol se volvió a Washington para
proseguir sus estudios en la Howard University, fichamos a Bubber Miley, el
epítome del sentimiento y un maestro en el uso de la sordina de desatascador.
Cuando Irvis se fue para tocar con la orquesta de Charlie Johnson, su lugar lo
ocupó Joe «Tricky Sam» Nanton, quien formó una asociación formidable con
Bubber, con el que se complementaba a la perfección. Nanton y Miley
convirtieron en un arte lo que más tarde fue conocido como estilo «jungle»,
estableciendo una tradición que hoy seguimos preservando.
Sonny Greer, quien a esas alturas se
encontraba en su elemento, por entonces era conocido como The Sweet Singing
Drummer [el dulce batería cantarín]: Después de que la banda hubiera tocado
los dos pases de rigor —generalmente a medianoche y a las dos de la madrugada—
y de que hubiera interpretado algunas piezas de baile, les decía a los músicos
que ya podían marcharse, tras de lo cual Sonny yo pasábamos a actuar entre las
mesas del local. Yo tenía uno de esos pequeños pianos de estudio con ruedas,
que llevaba de una mesa a otra, mientras Sonny cantaba únicamente armado con
sus baquetas. A petición del público, cantábamos cualquier cosa: canciones
populares, canciones de jazz, canciones subidas de tono, canciones románticas,
canciones hebreas… El cliente de turno solía responder tirando varios billetes
de veinte dólares lejos de él, como si le quemaran en los dedos. Cuando en el
club había poca gente, cantábamos «My Buddy». Era la canción preferida del
jefe, Leo Bernstein, y cuando la interpretábamos, lo habitual era que también
cayesen algunos billetes.
Sonny siempre tenía un ojo puesto en la
escalera de acceso al local (el Kentucky Club estaba en un sótano). Siempre
estaba preparado para saludar efusivamente a todo visitante con aspecto
próspero, y si podía, no tenía reparos en presentárselo personalmente al
encargado.
—¡Un buen amigo mío! —decía—. ¡Trátamelo
bien!
Por lo general, el recién llegado entonces
le soltaba diez pavos.
Era posible que saliéramos del club con
cien dólares en el bolsillo cada uno, pero cuando llegábamos a casa ya nos los
habíamos gastado, pues íbamos de garito en garito para hacernos notar y para
tantear el ambiente. Cuando entrábamos en uno de aquellos garitos abiertos de
madrugada, las chicas se levantaban y chillaban:
—¡Sonny, guapo!
Al escuchar los gritos de las mujeres, a
Sonny se le iba la cabeza y ordenaba:
—¡Una ronda para todos!
Mi encuentro inicial con Irving Mills tuvo
lugar durante los seis primeros meses que pasé en Nueva York. Mills tenía fama
de ser el último recurso para conseguir dinero entre quienes se habían pasado
el día tratando de vender sus canciones sin suerte. Yo ya había escuchado a
otros hablar de él cuando, un día, me uní a cierto grupo formado por cinco o
seis compositores. El personal variaba, pero estos compositores tenían la
costumbre de reunirse, armado cada uno con una partitura simplificada de lo
que ellos tenían por algún blues normal y corriente, y dirigirse a Mills Music.
Según me explicaron, el procedimiento habitual era el de venderle esos blues directamente
a Irving Mills por quince o veinte dólares la pieza. Era todo muy sencillo,
sin discusiones ni complicaciones. Lo hacían casi todos los días. Estoy seguro
de que algunos de ellos, después de tanta visita, le vendían el mismo blues
vuelto del revés. No hay forma de saber cuántos de esos blues llegó Irving
Mills a reunir, pero para nosotros se trataba de un buen punto y final a un
día de trabajo. Una vez hube empezado a trabajar con regularidad, esos pocos
dólares ya no tenían tanta importancia para mí, pues tras mis actuaciones
nocturnas siempre tenía un buen fajo de billetes que gastarme antes de volver
a casa.
Más tarde, Irving Mills grabó unos de esos
blues que había comprado, sacó el disco y consiguió un gran éxito de ventas.
Lo más irónico fue que el tipo que lo había escrito se puso furioso,
olvidándose por completo del hecho de que le había vendido ese mismo blues ni
se sabía cuántas veces.
—¡El muy hijo de tal no me pagó más que
veinte dólares! —se quejaba.
Unos años después, Cootie Williams fue a
venderle una canción e Irving le preguntó de qué se trataba.
—Es un blues —respondió Cootie.
—¡Imposible! —exclamó Mills, hecho un
basilisco—. ¡Soy propietario de todos los blues habidos y por haber!
Irving Mills solía pasarse por el Kentucky
Club, y una noche nos dijo que no terminaba de entender nuestra música pero que
ésta le gustaba, tras de lo cual nos propuso grabar algunas de nuestras propias
canciones. Le dijimos que sí de inmediato, y ése fue el comienzo de una larga y
espléndida asociación. El procedimiento acostumbraba a ser siempre el mismo.
—Mañana a las nueve venid con cuatro
canciones preparadas para la grabación.
Eso hicimos una y otra vez, y a Mills le
iba gustando el resultado; su interés era cada vez mayor. Mills también tenía
los contactos necesarios, y a mí me gustaba anotar música, tanto como tocarla.
No me molestaba disponer de tan escaso tiempo de preparación. Como aquello me
encantaba, me las arreglaba para hacer lo que de mí se pedía. Se diría que
estábamos grabando una vez por semana, y hasta dos o tres veces por semana,
en ocasiones con nuestra formación habitual, en ocasiones con cantantes u otros
músicos. Yo me lo pasaba en grande componiendo y grabando, y algunas de las
canciones estaban empezando a presentar buenas cifras de venta en el
departamento comercial. Toda esa actividad era tan buena para Irving Mills como
para mí, pues me había insertado en el mundillo que yo quería habitar al tiempo
que hacía uso tanto de nuestros viejos trucos como si fueran experimentos con
nuevas ideas y recursos. Grabamos para casi todos los sellos existentes bajo
uno u otro nombre: Duke Ellington en Victor, The Jungle Band en Brunswick, The
Washingtonians en Harmony, The Whoopee Makers en Perfect, Sonny Greer and His Memphis
Men en Columbia, The Harlem Footwarmers en Okeh, etc. La mayoría de los discos
eran instrumentales y se vendían muy bien.
Por esa época se dio un episodio de otro
tipo que nunca voy a olvidar. Sucedió en Pittsburgh, ciudad en la que
coincidimos con la banda de Fletcher Henderson. El consumo de alcohol por
parte de los músicos tenía un carácter competitivo, propio de gladiadores, como
si fuera una extensión de los duelos entre instrumentistas en los escenarios.
Había muchos músicos muy conocidos cuyo estatus venía determinado por las
cantidades de alcohol que bebían, y en consecuencia proliferaban los concursos
y retos. Rex Stewart, quien por entonces estaba con
Fletcher, una tarde se tropezó con nuestro compañero Tricky Sam Nanton.
—Oye, Tricky —dijo—, he oído que tienes
mucho aguante.
—Pues sí… Y lo mismo he oído yo de ti.
Convinieron en encontrarse esa noche
después de sus actuaciones respectivas para dilucidar la cuestión. Cuando me
enteré del duelo inminente dije que quería estar presente —en el bar de Willie
Cleveland, en la Winley Avenue— para hacer las veces de árbitro. Nos pusimos de
acuerdo y los tres fuimos al bar después de los conciertos. Tricky y Rex se estrecharon las manos y se
acercaron a la barra, donde Rex, con mucho estilo, pidió media pinta de
ginebra.
—Para mí, lo mismo —dijo Tricky.
—Yo soy el árbitro —recordé—, así que
venga media pinta también.
Una vez servidos, Rex brindó con un gesto,
Tricky hizo otro tanto, y ambos al momento se llevaron las botellas respectivas
a los labios y se las bebieron de una sentada. Los miré con atención para
cerciorarme de que todo discurría según las normas acordadas, tras de lo cual
me bebí mi media pinta.
En esta clase de situaciones hay cosas que
se pueden y no se pueden hacer. Por ejemplo, tras dar buena cuenta de la
botella de media pinta, el concursante no puede poner caras raras ni pedir una
cerveza. Lo que tiene que hacer es sonreír cordialmente, acaso echar mano a un
cigarrillo, y mantener en todo momento la expresión indiferente de quien acaba
de beberse una zarzaparrilla. La cosa siguió de ese modo la noche entera hasta
las nueve de la mañana, momento en que yo, el árbitro, que había estado
bebiendo al mismo ritmo que los concursantes, los tuve que sacar del bar agarrándolos
por los hombros y prácticamente a rastras.
Me encontré en la calle con los dos ebrios
gladiadores cogidos por los hombros y con la misión de dirigirlos a sus hoteles
respectivos. La cortesía exigía llevar a Rex primero, y yo estaba en el mismo
hotel que Tricky. Cuando por fin llegué con Tricky al hotel, estaba exhausto,
así que lo dejé al pie de la escalera y subí andando al tercer piso, en cuyas
habitaciones se alojaban los demás músicos de la banda. Cuando les expliqué lo
sucedido y les dije dónde se encontraba Tricky en ese momento, Bubber Miley al
momento llenó de agua un cubo que había para las emergencias de incendio.
Cuando miramos por la barandilla, Tricky seguía tirado al pie de la escalera.
Bubber dio un paso al frente y vació el cubo por el hueco de la escalera. El
agua le dio en pleno rostro a Tricky, quien despertó dando un respingo y…
¡Trató de nadar para librarse de aquella inundación!
Hoy ya no bebo alcohol. Lo dejé hace unos
treinta años como campeón nunca vencido, y hoy me presento como «un antiguo
borrachuzo». En mis tiempos le daba al frasco más que nadie en el mundo.
Recuerdo otro episodio de los años veinte
que tuvo lugar la primera vez que tocamos en Newport, Rhode Island, muchos años
antes de que en dicha ciudad organizasen festivales de jazz. Conmigo estaban
Bubber Miley, Tricky Sam, Toby Hardwick, Mac Shaw al contrabajo y Sonny Greeer, y por esos días tocábamos con mucho swing y mucho
sentimiento. En la sala había un caballero en silla de ruedas que a mitad de
actuación… ¡se levantó y se puso a bailar como un poseso! Todos nos quedamos
de una pieza pues, como su hija nos explicó, el buen hombre llevaba doce años
confinado en la silla.
El siguiente gran paso en nuestra carrera
profesional lo dimos al debutar en el Cotton Club el 4 de diciembre de 1927.
Tuvimos que someternos a una prueba para conseguir el trabajo, para el que en
principio pedían una banda con un mínimo de once músicos. En el Kentucky Club
tan sólo éramos seis. Por esos días yo tocaba en un espectáculo de variedades
para Clarence Robinson en el Gibson Standard Theatre, que se hallaba en la
South Street de Filadelfia. Estaba previsto que hiciéramos la prueba a las doce
del mediodía, pero no conseguí reunir a los once hombres necesarios sino hasta
las dos o las tres. Hicimos la prueba, y nos contrataron. La razón por la que
logramos el trabajo radicaba en que el jefe, Harry Block, también llegó con
retraso, ¡por lo que no pudo escuchar a las demás bandas! Se trata de otro
clásico ejemplo de la importancia de estar en el lugar adecuado en el momento
oportuno haciendo lo que conviene hacer delante de la gente precisa.
Si le preguntáis a Irving Mills,
seguramente os contestará que él
- Me convenció de la
necesidad de tocar y grabar únicamente mi propia música.
- Me consiguió trabajo en
el Cotton Club, el RKO Palace y la película Black and Tan Fantasy.
- Luchó a brazo partido con
las discográficas para que incluyeran a este artista negro en unos catálogos
hasta entonces monopolizados por intérpretes blancos.
- Luchó con los directivos
de la cadena de teatros Dillingham para que apareciésemos en concierto junto a
Maurice Chevalier.
Consiguió que
apareciésemos en películas de Hollywood, antes de que lo hiciera cualquier otra
big band, de músicos blancos o negros.
- Organizó nuestras giras
por los estados del Sur y Texas, que recorrimos a bordo de lujosos vagones
Pullman expresamente reservados.
- Consiguió el logro de
hacerme ingresar en la ASCAP. [Sociedad estadounidense de compositores, letristas y
editores musicales. Nota del traductor]
- En 1933 nos llevó a
Europa, donde tocamos en el Palladium londinense y tratamos personalmente con
miembros de la familia real británica en varias ocasiones.
En resumidas cuentas, Irving Mills era un
hombre con gran iniciativa. Mills empezó cantando y vendiendo canciones de
nueve a cinco todos los días. Luego iba al cine, donde cantaba acompañando las
imágenes. Y después iba a las salas de baile, en las que cantaba con ayuda de
un megáfono. A medida que su mundo se expandía, su papel de representante y empresario
musical fue ganando en importancia, si bien la base de su negocio siempre fue
la edición musical. Mills se fiaba de su oído y de su instinto. Sabía cuándo una canción tenía gancho. Si hacía falta,
llamaba a un buen letrista y le decía:
—A esta canción le falta una letra más
trabajada.
El hombre se ponía a ello, y el resultado
era perfecto. Irving Mills era un hombre muy listo.
La serie de actuaciones en el Cotton Club
revestía la máxima importancia, pues la sala tenía conexión radiofónica, por
lo que íbamos a ser escuchados a escala nacional e internacional. En 1929
actuamos de forma simultánea en el Cotton Club y en la revista de Florenz
Ziegfeld Show Girl, cuya música de Gershwin incluía temas novedosos como
«An American in Paris» y «Liza». Todo aquello tenía mucho valor en términos de
experiencia y prestigio. Al año siguiente, Irving Mills se las arregló para que
acompañáramos a Maurice Chevalier en el Fulton Theatre y tocáramos una selección de nuestras composiciones en concierto. ¡Ésa
debe de haber sido la única vez que me he manejado con una batuta! En 1930
también fuimos a Hollywood, para aparecer en Check and Double Check,
película en la que intervenían Amos and Andy, una pareja de humoristas
radiofónicos muy famosa por entonces. La canción principal fue «Three Little
Words», de Harry Ruby y Bert Kalmar, si bien un tema instrumental mío llamado
«Ring Dem Bells» también se hizo muy popular. Otras bandas empezaron a tocarlo,
y durante bastante tiempo fue una pieza muy solicitada por el público.
Contratamos a la banda de Cab Calloway para que tocara por nosotros en el
Cotton Club mientras estuviéramos fuera. Íbamos a sacarnos un dinerito, así que
los propietarios nos dejaron marchar con la condición de que pagásemos a Cab de
nuestro bolsillo.
Ese mismo año, en el otoño, asistimos a
una sesión de grabación en formato de sexteto. Mills nunca dejó de encontrarle
gracia al antiguo formato de grupo pequeño, por mucho que la big band hubiera
causado impresión. En esa ocasión, como de costumbre, me puse a idear y anotar
la música la misma víspera de la visita al estudio. Ya tenía tres canciones, y
mientras mi madre terminaba de preparar la cena, empecé a escribir la cuarta.
En quince minutos completé la partitura de «Mood Indigo». La grabamos, y esa
noche en el Cotton Club, cuando iba a empezar la retransmisión radiofónica,
Ted Husing, el presentador, preguntó:
—Duke, ¿y esta noche qué vamos a tocar?
Hice mención al nuevo tema, que interpretamos
en directo, seis de los once músicos de la orquesta. Al día siguiente llegaron
cartas y más cartas expresando entusiasmo por el nuevo número, así que Irving
Mills le puso letra, y las regalías por el trabajo de una noche me siguen
llegando cuarenta años después. Dicho sea de paso, Husing era un tipo estupendo
que siempre estaba a la última, «en la onda», como se decía entonces. Era el
locutor radiofónico número uno del país y siempre nos ayudó mucho.
Cuando habíamos tocado «Black and Tan
Fantasy» con el trombón y las trompetas «rugientes» con sordina, en el
micrófono se había dado una vibración o tono por simpatía. La grabación
eléctrica estaba empezando. Me dije que si situaba aquellas notas a cierta
distancia las unas de las otras, quizá consiguiera que el tono del micrófono
tuviera lugar en situación o a intervalo específico. El recurso funcionó y
generó esa ilusión, porque lo que «Mood Indigo» hace —tal como se desarrolla—
es crear una ilusión. En atención a las personas que recuerdan la pieza de tanto
tiempo atrás, hoy la tocamos con el clarinete bajo en lugar del clarinete
ordinario, y estas personas siempre tienen la sensación de que así era
exactamente como sonaba hace cuarenta años.
El Cotton Club era un lugar de categoría.
Al público se le exigía que se comportara de forma irreprochable mientras el
espectáculo se desarrollaba en el escenario. Si una persona se ponía a hablar
en voz alta mientras Leitha Hill, por ejemplo, estaba cantando, uno de los
camareros se acercaba y le daba un toquecito en el hombro. Si no daba
resultado, el camarero en jefe venía y le llamaba la atención cortésmente. Si
la cosa tampoco funcionaba, el encargado de sala le recordaba que ya estaba avisado.
Y si el cliente insistía en seguir hablando en voz alta, venía otro empleado y
lo ponía de patitas en la calle.
El club estaba en el segundo piso de un
edificio sito en la esquina noreste de la calle 142 con Lenox Avenue. En la
planta baja se encontraba el Douglas Theatre, que más tarde se convirtió en el
Golden Gate Ballroom. El espacio del piso de arriba en un principio había sido
construido para que funcionara como sala de baile, pero el antiguo boxeador campeón
de los pesos pesados Jack Johnson durante un tiempo lo había estado llevando
como club nocturno, el Club De Luxe. Se trataba de un cabaré muy grande para
los tiempos, con un aforo de entre cuatrocientas y quinientas personas. Después
de que una nueva empresa asumiera la dirección de la sala en los años veinte,
Lew Leslie fue situado al cargo de la producción de los espectáculos, mientras
que la orquesta de la casa pasó a ser dirigida por Andy Preer, quien murió en
1927.
La noche del domingo era la gran noche del
Cotton Club. Estuviesen actuando en uno u otro local, todas las grandes
estrellas neoyorquinas que se encontraran en la ciudad se acercaban al Cotton
Club a saludar al público. Dan Healy era quien organizaba los shows durante
nuestra época, y los domingos por la noche ejercía de maestro de ceremonias y
presentaba a las estrellas de visita. Una figura como Sophie Tucker se levantaba
entonces de su asiento, y nosotros empezábamos a tocar su canción «Some of
These Days» mientras ella venía andando para saludar desde el escenario. Todo
se desarrollaba con mucho estilo.
Harlem tenía una fama excelente por
aquellos días, y su atmósfera resultaba pintoresca a más no poder. Se trataba
de un lugar de visita obligada, como Chinatown lo era en San Francisco.
—Si vas a Nueva York —decía la gente—, ¡no
te olvides de pasar por Harlem!
El Cotton Club se hizo famoso a escala
nacional por nuestras retransmisiones radiofónicas de costa a costa, que
tenían lugar casi todas las noches. Un poco después, algo parecido sucedió con
Fatha Hines y el Grand Terrace de Chicago. Pero si uno estaba en Harlem, el
Cotton Club era el lugar que había que visitar.
A los artistas se les pagaban elevados
salarios, y los precios para los clientes también eran elevados. La sala
contaba con doce bailarinas y ocho coristas, guapísimas todas. ¡Qué bien iban
vestidas! Las noches de domingo, cuando el lugar estaba lleno de celebridades,
una vez concluido el espectáculo salían de los camerinos luciendo sus mejores
galas. Al contemplar a aquellas bellezas, los ricos y los famosos exclamaban:
—¡Por Dios! ¿Has visto lo que yo he visto?
Eran unas espléndidas representantes de la
sala, y no tengo ni idea qué habrá sido de ellas, pues uno ya no ve a esa clase
de chicas en los escenarios. Eran unas muchachas lo que se dice hermosas, pero
la tradición parece haber desaparecido.
El núcleo de la banda lo formaba el grupo
que yo había estado liderando en el Kentucky Club. Tras haberse unido a
nosotros en el verano, Harry Carney ahora tocaba con nosotros. También lo hacía
Ellsworth Reynolds, un violinista que en principio iba a ser el director de la
orquesta, pero que carecía de la experiencia en el mundo del espectáculo que
nosotros teníamos de sobra tras haber estado tocando durante tanto tiempo en el
Kentucky Club. Así fue como empecé a dirigir a los músicos desde el piano, sin
batuta ni nada que se le pareciese, pues yo entendía lo que estaban haciendo
mejor que cualquier otro sobre el escenario.
La música de los espectáculos la componía
Jimmy McHugh, mientras que las letras las escribía Dorothy Fields. Más tarde
vinieron Harold Arlen y el gran letrista Ted Koehler. Aunque escribieron
bastantes canciones maravillosas, en la sala imperaban la música de espectáculo
y las canciones populares. A veces utilizaban piezas escritas por mí, y éstas
eran las que tocábamos entre los espectáculos y durante las retransmisiones. Yo
escribí «The Mystery Song» para los Step Brothers a modo de ensayo. El tema
formaba parte de su actuación, que no del espectáculo en general. Las distintas
actuaciones eran presentadas de forma individual, además de en conjunto. A los
Step Brothers los reemplazaron los Berry Brothers, y a éstos los Nicholas
Brothers.
A veces me pregunto cómo sonaría hoy mi
música de no haberme visto expuesto a los sonidos y a la atmósfera creada por
todas aquellas personas tan maravillosas como sensibles y auténticas, los
cantantes, las bailarinas, los músicos y los actores que encontré en Harlem
cuando llegué por primera vez.
Durante los años de la Prohibición,
siempre era posible comprarle buen whisky a «alguien» en el Cotton Club. Por
entonces se vendía lo que llamaban Chicken Cock. Venía en una botella que
estaba dentro de una lata, y la lata estaba sellada. Su precio oscilaba entre
los diez y los catorce dólares la pinta. Yo por entonces seguía bebiendo whisky
como si fuese agua. Lo encontraba de lo más flojo en comparación con el licor
de maíz de veintiún años que acostumbrábamos a beber en Virginia. Aquello era
fuerte como para mover un tren, pero ese whisky neoyorquino a mí me parecía una
tontería. Lo bebía sin más, sin emborracharme jamás y sin que nunca me
produjera ningún efecto reseñable.
Las incidencias de la era de los gánsteres
no eran conveniente materia de conversación. La gente a veces me preguntaba si
conocía personalmente a fulano o a mengano.
—No, qué va —decía yo—. No lo he visto en
la vida.
Cada pocas semanas, la brigada policial de
homicidios me llamaba para que compareciese en comisaría.
—Duke, tú conocías a zutano, ¿verdad? —me
preguntaban.
—Pues no —respondía.
Pero sí que los conocía, a todos, pues
muchos de ellos eran habituales del Kentucky Club, y para cuando empecé a
tocar en el Cotton Club, las cosas ya se habían salido de madre. En Chicago
también viví algunos episodios curiosos.
Estábamos en dicha ciudad tocando en el Oriental
Theatre cuando Irving Mills un día vino a verme con una idea novedosa. Mills
siempre andaba empeñado en que nuestra música alcanzara cotas cada vez más
altas.
—Mañana va a ser un gran día —anunció—.
Porque quiero que estrenemos una nueva composición larga: una rapsodia.
—¿En serio? —apunté—. Bueno, de acuerdo.
Me senté y escribí Creole Rhapsody,
para la que compuse tanta música que al final tuvimos que dividirla en dos
partes. Una apareció en el sello Brunswick, y la otra, la más extensa, en Victor.
Irving a punto estuvo de quedarse sin los amigos que tenía en ambas
discográficas por grabar un tema que no sólo duraba más de tres minutos, sino
que además ocupaba las dos caras del disco. Ésa fue la semilla de la que más
tarde crecieron toda clase de suites y composiciones largas.
Tras haber conseguido que actuáramos en
uno de los teatros prestigiosos de Broadway con Maurice Chevalier, Irving
Mills no se sintió satisfecho hasta que logró que tocáramos en el Palace
Theatre, en el que las grandes estrellas aparecían con regularidad. Mientras
actuamos en el Palace, hicimos doble jornada, pues seguíamos tocando en el
Cotton Club. La jornada a veces era triple, pues había días en los que también
íbamos a los estudios de grabación.
El siguiente golpe de Irving fue un
contrato para aparecer en el Palladium de Londres, que arregló en asociación
con el director de orquesta británico Jack Hylton. El Palladium en esa época
estaba considerado como el teatro de variedades número uno del mundo. Zarpamos
de Nueva York el 2 de junio de 1933 a bordo del Olympic. Era
la primera vez que cruzábamos el Atlántico, y la travesía fue una experiencia
nueva e interesante para todos. En el barco había muchos delegados de los
países de la Commonwealth inglesa que se dirigían a un gran congreso en Londres.
Dimos un concierto a bordo e hicimos algunas amistades valiosas durante el
viaje.
En el Palladium fuimos acogidos a lo
grande. Ivie Anderson se metía al público en el bolsillo cada vez que cantaba
«Stormy Weather», mientras que Bessie Dudley se contoneaba y bailaba al son de
«Rockin’ in Rhythm». Tocamos «Ring Dem Bells» y «Three Little Words», pues la
película con Amos y Andy se acababa de estrenar en Inglaterra. «Mood Indigo»
fue bien recibida todas las noches. Pero los críticos especializados en el jazz
no estaban satisfechos, por lo que tuvimos que dar un concierto especial un
domingo en el que entonces era el mayor cine de Europa, el Trocadero, situado
en el barrio de Elephant and Castle. Lo organizó Melody Maker, una
revista de música, y el público estuvo casi enteramente formado por músicos
venidos de todo el país. Estaba previsto que esta vez nos abstuviéramos de
tocar piezas «comerciales», y parece que colmamos las expectativas puestas en
nosotros, pues Spike Hughes, el principal crítico del momento, no hizo el menor
comentario desfavorable. De hecho, ¡lo que hizo fue criticar al público por
haber aplaudido al final de los solos a mitad de cada pieza! Así de seria era
la cosa.
Nos quedamos lo que se dice atónitos al
ver lo bien informados que los británicos estaban en relación con nuestra banda
y nuestros discos. Contaba con unos críticos y unas publicaciones que iban
mucho más allá de lo existente en Estados Unidos, y allí donde íbamos nos
venían con datos que habíamos olvidado y preguntas a las que no siempre
podíamos responder. Por lo demás, el aprecio que sentían por nuestra música era
muy gratificante. Hicimos una retransmisión por la BBC que fue muy comentada,
en términos favorables por lo general. Constant Lambert, el compositor
británico más distinguido del momento, había escrito un artículo elogioso sobre
nuestros primeros discos algunos años antes. Su guapa esposa euroasiática en
ese momento me inspiró una nueva composición tras referirse a «Mood Indigo»
como a «Rude Interlude». ¡Supongo que la cosa tenía que ver con mi acento
americano!
Lord Beaverbrook, el propietario de los
principales periódicos londinenses, organizó una gran fiesta, a la que invitó
al príncipe de Gales y al duque de Kent. También nos invitó a nosotros, y la
Empress Club Band de Jack Hylton estuvo tocando en el sarao hasta que llegamos
procedentes del Palladium. Llegamos hacia la medianoche, junto con la hija de
lord Beaverbrook y demás invitados jóvenes. Todo resultó tan pintoresco como
espléndido. Los miembros de la nobleza, los parlamentarios y los delegados a
los congresos imperiales, todos vestidos con atuendo formal, se mezclaban con
naturalidad. El bufé era generoso, y el champán corría a mares.
El príncipe Jorge, duque de Kent, me pidió
que tocara «Swampy River», un solo de piano del que al principio no me
acordaba muy bien, aunque me sentí halagado, sobre todo porque el duque me
estuvo observando apoyado en el piano mientras yo tocaba la pieza.
El príncipe de Gales más tarde nos dedicó
unas palabras amables. Cuando sugirió que tomáramos una copa juntos, me
sorprendió comprobar que él bebía ginebra. Siempre había pensado que la
ginebra era una bebida más bien plebeya, si bien desde esa noche tuve claro que
en realidad era elegante en extremo. Al príncipe le gustaba tocar la batería,
por lo que también estuvo observando a Sonny Greer con mucha atención. Así es
como el propio Sonny recuerda la velada:
—Tan pronto como terminamos de montar
nuestros instrumentos, el príncipe de Gales vino y se sentó al estilo indio a
mi lado. Me dijo que sabía tocar la batería, y le respondí que ¡adelante! Tocó
un ritmo sencillo de charlestón y luego se pasó gran parte de la noche sentado
a mi lado y al de la batería. La gente no hacía más que venir y llamarle
«alteza», pero él ni se movía. Al final ambos estábamos un poco achispados por
efecto de las copas. Empezó a llamarme «Sonny», y yo correspondí tratándolo de
«galés».
Creo que al príncipe le gustábamos de
veras, pues vino a escucharnos otra vez en Liverpool, ciudad en la que se
encontraba para asistir a las carreras de caballos en Aintree. Al príncipe lo
querían todos por igual: la gente que vivía de día y los que vivían de noche,
los ricos y los pobres, los famosos y las personas normales y corrientes:
estaba hecho todo un Billy Strayhorn de la realeza. Sonny Greer siempre cuenta
otro episodio, sucedido en París, y espero que no se me juzgue inmodesto por
incluirlo aquí.
—Estábamos dando un concierto en la Salle
Pleyel —cuenta Sonny—. Durante el descanso de media hora nos encontramos con
un bufé con toda clase de comida y bebidas en la parte posterior del escenario.
La aristocracia en pleno había venido a ver a Duke, y durante ese intermedio
una duquesa perdió un anillo con un gran diamante engastado. Todos dejaron de
comer y beber y se pusieron a buscarlo. Al cabo de diez minutos, en vista de
que el anillo seguía sin aparecer, la mujer pidió que dejaran de buscarlo.
—Siempre estoy a tiempo de conseguir otros
diamantes —dijo—. ¿Pero cuántas veces voy a poder conseguir un Duke Ellington?
La atmósfera en Europa, la amistad y el
serio interés por nuestra música brindados por críticos y músicos de toda laya
nos insuflaron ánimos renovados, y volvimos a casa en el Majestic sumidos
en una felicidad tan sólo en parte debida al coñac y al champán.
A nuestro regreso tocamos en el Chicago
Theatre durante la exposición universal de 1933-1934, allí donde Sally Rand
justo empezó a hacerse famosa, y luego nos dirigimos a Dallas. Hasta entonces
siempre me había resistido a las propuestas para actuar en el Sur, pero Irving
Mills me vino con una atractiva oferta para tocar en el Interstate Circuit de
teatros y cines texanos. Yo seguía haciendo gala de mi acento británico, que no
pasó desapercibido a los texanos, si bien lo asumieron con naturalidad y en
ningún momento me dieron a entender que lo consideraban una impostura o un
intento de darme aires por mi parte. El acento no me duró mucho, pues adopté el
habla de Texas por absorción natural. Ya había estado de gira otras veces, pero
el recorrido por Texas resultó mayor, más variopinto y bastante pintoresco.
Tardé pocos días en sentirme muy unido a sus gentes, a tope, como se suele
decir, y en hablar como un texano de pura cepa.
Dábamos cuatro conciertos al día, y varias
veces por semana también tocábamos en los bailes después del cierre de los
teatros. Hicimos muchos amigos en el estado, y el clima y el entorno resultaron
ser favorecedores del tipo de ensoñación musical que más me gusta
personalmente. Después de esa experiencia, todos los años nos embarcamos en
giras por la parte meridional del país, incluyendo estados como Oklahoma,
Luisiana, Alabama, Georgia, Carolina del Norte y Carolina del Sur. A fin de evitar
problemas, solíamos viajar haciendo uso de dos coches cama Pullman y un vagón
de veinte metros para el equipaje. Mientras estábamos en el Sur, hacíamos vida
en dichos vagones. Al llegar a una ciudad, los vagones eran depositados en la
vía muerta que más conviniera, y los empleados del ferrocarril hacían las
oportunas conexiones para el agua, la calefacción, el hielo o los baños. Esos
vagones constituían nuestro hogar lejos del hogar. Eran muchos los observadores
que exclamaban:
—¡Pero si así es como viaja el presidente!
Nuestra forma de viajar nos granjeaba de
forma automática el respeto de los habitantes y eliminaba la posibilidad de
problemas. Tampoco teníamos dificultades a la hora de coger taxis. Simplemente
le decíamos al jefe de estación que nos enviase seis, siete o cuantos nos
hicieran falta ese día. Y, como es natural, siempre disfrutábamos de servicio
de camareros y habitaciones cuando viajábamos de una a otra ciudad.
En 1935, en el curso de una de estas giras
incesantes por el Sur, poco después del fallecimiento de mi querida madre,
conseguí obtener el aislamiento mental necesario para meditar sobre el pasado.
Todo nació del ritmo y el movimiento del tren que estaba atravesando el Sur a
toda máquina, lo que me inspiró algo que nunca hubiera sabido decir con palabras.
Medité, anoté la música, y el resultado fue Reminiscing in Tempo, que al
final ocupó cuatro caras de disco, dos más que Creole Rhapsody. Lo que
supuso que Irving Mills tuviera dos veces más problemas con las discográficas,
¡que esta vez amenazaron con borrarnos de sus catálogos! Esa posibilidad para
mí no tenía importancia, pues ya había puesto por escrito lo que necesitaba
expresar. Escuchar el disco fue mi recompensa suprema, y en él se narraba en
detalle la soledad que me había estado embargando desde la pérdida de mi
madre:
En la selva de lo desconocido, sin deseos
de aventura, se movían unas cosas y unos seres que yo ni veía ni oía… Mi
ambición estaba esfumándose. Pronto no habría nada. Yo no estaba seguro de
dónde me encontraba. Tras la desaparición de mi madre, nada existía ya, y lo
más probable era que mi vistosa trayectoria llegara a su fin…
En cada una de las páginas de aquella
partitura había borrones y redondas manchas de lágrimas vertidas. Sentado y
mirando al vacío, yo me decía: «Edward, sabes que a ella no le gustaría verte
hundido, sumido en el pasado, en tu pérdida, en la prolongada negación o
destrucción. Ella no se pasó la primera parte de tu vida educándote para que
ahora adoptes esta actitud negativa». Yo creía escuchar las palabras, sus
palabras, y lentamente —pero nunca completamente— conseguí rehacerme.
Unos meses antes, ese mismo año, cuando
estábamos en Durham, Carolina del Norte, Ed Merritt montó una fiesta para
nosotros una noche, después de que hubiéramos estado tocando en un baile, en
el edificio de la North Carolina Mutual. Allí se hallaban dos chicas (a
quienes conocía de antes) que en ese momento no se dirigían la palabra después
de que una le hubiera robado el novio a la otra. Visto lo visto, hice que las
chicas se sentaran cada una a mi lado, toqué el piano a modo de pacificador, y
les dediqué una nueva canción. Encantadas, se pusieron a tararearla, y durante
un rato todo fue a las mil maravillas. A ese número más tarde le di el título
de «In a Sentimental Mood».
Otro de nuestros éxitos, «Solitude», había
venido al mundo de forma no muy distinta a la de «Mood Indigo». En septiembre
de 1934 nos presentamos en un estudio de Chicago en la misma situación, con
tres temas preparados para la grabación y un cuarto que nos hacía falta. La
banda que grabó antes de que nosotros lo hiciéramos se pasó de la hora, lo que
me dio ocasión de componer esa cuarta pieza. De pie, apoyado contra la mampara
de cristal del estudio, escribí «Solitude» en veinte minutos. Después de que la
hubiéramos tocado y grabado por primera vez, advertí que todos los presentes
daban la impresión de encontrarse conmovidos. Al mismo técnico de sonido se le
escapó una lágrima.
—¿Cómo se llama? —preguntó alguien.
—«Solitude» —respondió Artie Whetsol, que
acababa de tocar con mucho sentimiento.
En 1936 actuamos durante dos semanas en el
Texas Centennial, una maravillosa exposición de objetos representativos de lo
mejor de todos los grupos raciales texanos. Me impresionó en particular
el pabellón dedicado a los negros, así como el reconocimiento y la admiración
que éste despertaba. Durante la exposición me honraron con un diploma al
mérito, cosa que me enorgulleció en extremo, pues tales diplomas no se
concedían atendiendo a criterios de segregación racial. Como me decían, Texas
estaba en el Oeste, no en el Sur.
Volvimos al Cotton Club en 1937, y por
entonces la sala ya había sido trasladada más al sur de Manhattan, a la esquina
de Broadway con la calle 48. «Caravan» fue nuestro gran éxito de ese año. Esa
primera aportación de Juan Tizol, con su influencia puertorriqueña, dio una
nueva dimensión a nuestro sonido. En años posteriores iban a grabarse otras
versiones muy exitosas de «Caravan», la de Billy Eckstine primero, y después
de la orquesta de Ralph Marterie, originaria de Chicago. En ambos casos,
«Caravan» supuso el lanzamiento a la popularidad nacional e internacional.
Irving Mills había establecido su propia
compañía discográfica a finales de 1936, así que comenzamos a grabar para sus
dos sellos, como big band para Master, y en formato de grupo pequeño para
Variety. Los discos grabados en Londres por las bandas británicas siempre
daban la impresión de contar con una resonancia y un eco especiales, que a
Irving le atraían mucho. Un día, mientras estábamos grabando un nuevo tema llamado
«Empty Ballroom Blues», decidimos probar a dar con un efecto de ese tipo. Él,
nosotros y los técnicos del estudio nos pusimos a experimentar. Antes de que
la sesión terminara, alguien tuvo la idea de situar un micrófono en el servicio
de caballeros, ¡y ahí encontramos el efecto que andábamos buscando! Yo diría
que ésa fue la primera cámara de eco, un recurso que desde entonces se ha
convertido en habitual en los estudios. Me pregunto quién patentaría la idea.
En 1938 regresamos al Cotton Club, y Henry
Nemo y yo escribimos The Cotton Club Revue para la ocasión. El elenco
era sensacional, y la producción resultó estupenda. Entre las canciones se
encontraban «If You Were in My Place», «I’m Slapping Seventh Avenue with the
Sole of My Shoe» y «The Skrontch». Número escrito en un hotelito de Memphis, «I
Let a Song Go Out of My Heart» también iba a ser interpretada en el
espectáculo, pero Irving Mills decidió sustituirla por alguna canción de tema
hawaiano. En consecuencia, Nemo y yo escribimos «Swingtime in Honolulu». Sin
embargo, la banda tocaba «I Let a Song» en la radio todas las noches, y lo
mismo hacía Benny Goodman en sus emisiones desde el Pennsylvania Hotel. Goodman
también la grabó, y «I Let a Song» acabó por convertirse en la canción de ese
año.
Dejamos el Cotton Club y nos fuimos de
gira, tras de lo cual regresamos a Nueva York para tocar en el Apollo Theatre,
en la calle 125. A la hora de preparar mi canción de éxito de aquella temporada
para el Apollo, decidí crear un nuevo arreglo con un contrapunto bastante
marcado. El día en que debutamos, no tardé en comprender que el público, como
siempre, quería escuchar la versión que conocía de la radio. Así que después
de esa primera noche nos olvidamos del nuevo arreglo y volvimos a usar el de
siempre, y así quedaron las cosas. Al año siguiente, en 1939, rehicimos el
nuevo arreglo y lo grabamos bajo el título de «Never No Lament», lo que nos
lleva a otra historia posterior.
En 1943 estábamos tocando en el Hurricane
Club neoyorquino, en la esquina de la calle 49 con Broadway. Nuestro contrato
era por seis meses, pero esas actuaciones en realidad constituían un sacrificio
y no generaban más beneficio que el de la retransmisión radiofónica siete noches
por semana. Por entonces, «Never No Lament» contaba con una letra de Bob
Russell, se había convertido en «Don’t Get Around Much Anymore» y había sido
grabada —antes del boicot sindical a las grabaciones en estudio puesto en
práctica en fecha más tardía de ese año— por los Ink Spots y Glen Gray. RCA
Victor había aprovechado para lanzar la versión instrumental, «Never No
Lament», con el nuevo título. El disco asimismo se estaba vendiendo muy bien,
pero yo no sabía hasta qué punto.
A mitad de nuestras apariciones en el
Hurricane, me encontré un tanto corto de fondos, por lo que fui a la William
Morris Agency —cuyos directivos se las daban de estar en la onda y no se
mostraban demasiado condescendientes— con intención de pedir prestados
quinientos dólares. Mientras estaba saludando a los ejecutivos de la agencia,
uno de los chicos de los recados pasó por casualidad y se fijó en mí.
—Ah, señor Ellington —dijo—, tengo unas
cartas para usted.
—¿Ah, sí? —apunté sin mucho interés.
El muchacho me entregó cosa de una docena
de cartas, que procedí a abrir sin mucha atención, hasta que llegué a un sobre
con recuadro transparente remitido por RCA Victor. Lo abrí y eché una rápida
ojeada al talón que había dentro. Me pareció que el importe era de 2.250 dólares
antes de devolverlo al interior. Una fracción de segundo después me dije: «Un
momento. Si ese talón es por valor de 2.250, ya no necesito ir pegando sablazos…
Aunque es posible que me haya fijado mal y que en realidad sea por valor de
22,50 dólares». Volví a sacar el talón, ¡y eran 2.250 pavos! Cuando mis ojos
volvieron a sus órbitas, yo ya estaba en la planta baja, saliendo del ascensor
y corriendo a pillar un taxi. ¡Menuda sorpresa, amigos! ¡Cómo me sentía en ese
momento! ¡Durante los siguientes tres meses iba a poder respirar sin el agua
al cuello!
Como acabo de indicar, por esas fechas ya
estaba trabajando con la William Morris Agency. Irving Mills y yo habíamos
puesto fin a nuestra asociación unos pocos años antes. Irving me dio su cincuenta
por ciento de Duke Ellington, Inc. a cambio de mi propio cincuenta por ciento
de Mills-Calloway Enterprises. Nuestra separación profesional fue amistosa, y a
pesar de lo mucho que Mills me había sacado a lo largo de los años, yo seguía
respetando su forma de operar. Siempre había sabido preservar la dignidad de mi
nombre. Duke Ellington gozaba de una imagen sin mácula, y eso es lo mejor que
una persona puede hacer por otra.