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BIRD. EL TRIUNFO DE CHARLIE PARKER. Por Gary Giddins


Bird. El triunfo de Charlie Parker
Gary Giddins
Traducción: Ramón Vilalta
Colección Trayectos. Alba Editorial
184 páginas. 22 euros
ISBN: 978-84-8428-385-0
Más Información: http://www.albaeditorial.es

"¡Bird vive!"
Primer capítulo de Bird. El triunfo de Charlie Parker
Reproducido con el permiso de Alba Editorial


   

        Los testigos de la muerte de Charlie Parker oyeron el retumbar de un trueno en el momento de su defunción. La compañera de sus últimos años sigue en contacto espiritual con él después de más de treinta años. Su amor de juventud, que luego sería su primera mujer, sigue escuchando la música de Charlie como si fuera, nada más y nada menos, que «la historia de nuestra vida en común». Estos signos de idolatría y veneración, cargados de una indudable simbología religiosa, demuestran en qué medida la vida póstuma de Parker está teñida de romanticismo. Sin embargo, esta deificación no empezó tras su muerte. Parker, que en vida gozó de un escaso reconocimiento público, vivió rodeado, eso sí, de discípulos y biógrafos. Muchos músicos, algunos críticos y un círculo de entusiastas (la mayoría procedentes del impenetrable mundo del jazz) se inspiraron en su música para dar rienda suelta al éxtasis verbal que encuentra consuelo en las elaboraciones del mito.

        La condición de profeta de Charlie Parker fue en gran medida involuntaria, una consecuencia de su destino consciente de convertirse en «un gran músico». Como aprendiz en los círculos jazzísticos de Kansas City, sus inicios fueron lentos. Prácticamente lo único que impresionó a sus compañeros de formación fueron su determinación y una gran confianza en sí mismo; otros lo consideraban vago, terco y consentido. Pero Parker poseía unas condiciones sobrenaturales y los acontecimientos empezaron a sucederse de forma vertiginosa. La determinación dio paso a la obsesión y al deseo de triunfar, sólo igualado por otro impulso contrario de autodestrucción. De joven, se abría paso entre el gentío, falsificando su edad, para poder acceder a los clubes nocturnos más competitivos. Provocaba a la sociedad para que ésta lo rechazara y convertía cada nuevo rechazo en un nuevo desafío. Avanzaba a grandes pasos con una seguridad asombrosa. A los dieciséis años, se rieron de él mientras tocaba en una banda; a los diecisiete empezó a ganar adeptos, incluyendo a Jay McShann, un forastero en la ciudad, que con el tiempo le ofrecería la posibilidad de abandonar Kansas City. Nuestro joven, que años después contestaría a una pregunta acerca de su vocación religiosa declarándose «devoto de la música», era demasiado consciente de su genio, estaba demasiado poseído por el orgullo, era demasiado víctima de la represión racial y de la severidad de su madre como para no sospechar que más allá de Kansas lo esperaba otro mundo más amplio, un mundo que él sería capaz de moldear a su antojo.

        No es ninguna sorpresa que Parker se sintiera incómodo ante la insípida onomatopeya bebop que acompañaba todas las actuaciones de jazz moderno y que se siguió utilizando más allá de su oposición. Nunca hizo proselitismo de ningún tipo de modernidad. Incómodo con aquellos que intentaban encasillarlo, se dedicaba a despistar a los críticos, tanto ensalzando las tradiciones del jazz en una entrevista (Down Beat, 1948), como rechazándolas en otra (Down Beat, 1949). Sin embargo, cuando le preguntaban por la diferencia entre su música y la de sus predecesores, afirmaba: «Todo es música. Se trata de tocar limpiamente y encontrar las notas adecuadas» (1949). Su idea era dejar que la gente extrajera sus propias conclusiones, tal como explica en la única aparición televisiva que se ha podido conservar. En ella, contesta lo siguiente, en tono airado, a un incisivo presentador: «Dicen que la música es más fuerte que las palabras; dejemos pues que sea ella la que hable». Todo el mundo está de acuerdo en que Charlie era consciente de su propio valor y no tenía ni la necesidad ni el deseo de hacer campaña a favor de ningún nuevo movimiento. Al contrario, optó por la humildad, siguiendo con atento entusiasmo a aquellos modernos (Stravinsky, Hindemith, Schönberg o Bartok) que dominaban las técnicas compositivas por las que él suspiraba. Sin embargo, a los veinticinco años era el líder visible de la nueva música. A los treinta, su genialidad era reconocida por músicos del mundo entero; a los treinta y cuatro, antes de morir, era considerado ya como un veterano hombre de estado que aún no había sido desbancado por sus seguidores. Al poco de ser enterrado, en otoño, apareció un grafiti en su tumba: ¡Bird vive!

        Sus discípulos le seguían los pasos, a veces provistos de grabadoras para preservar sus improvisaciones en directo (pero no las de sus acompañantes, algunos de los cuales se han lamentado de ello en la posteridad). Había quienes ponían letra a sus melodías. Uno de estos letristas, un cantante que se hacía llamar King Pleasure, convirtió esta práctica en una auténtica profesión. En la letra de «Parker’s Mood», dedicó a Parker el dudoso privilegi de predecir su muerte. Charlie buscaba músicos afines (y podía llegar a ser muy duro con aquellos que no daban la talla) pero no seguidores y tendía a ser despectivo con los idólatras. No era muy dado a la exhibición de símbolos presuntuosos (boina, barba o el uso de jergas), ni tenía la arrogancia del ídolo. Atrajo a muchos más conversos que a meros seguidores o imitadores, y la razón es obvia: Parker era el único músico de jazz desde Louis Armstrong cuyas innovaciones requerían un nuevo estudio exhaustivo de todos los elementos del jazz.

        Es natural que un saxofonista influya a otros saxofonistas, o un percusionista a los suyos, pero Parker, como Armstrong antes que él, maquinó un cambio total en la estética del jazz. Este autodidacta de Kansas City trajo la modernidad al jazz, y obligó a los intérpretes de cualquier instrumento a superar sus propios límites si querían hacer realidad sus aspiraciones musicales. Los músicos consagrados, satisfechos con los estilos del jazz establecido, no sólo tropezaron con nuevos niveles de armonía, melodía y ritmo en la obra de Parker (todos ellos derivados de precedentes fácilmente reconocibles en el jazz clásico), sino también con una sensibilidad iconoclasta que amenazaba con minar los estándares de excelencia generalmente aceptados. Los músicos más jóvenes estaban más abiertos a la aceptación del nuevo estilo. En palabras de Melville: «La apertura hacia lo nuevo no sólo une a la comunidad de genios entre sí, sino también a la de aprendices de artista, impacientes por demostrar sus capacidades en un mundo paralizado por la ortodoxia». No es de extrañar, pues, que tantos músicos de la generación de Parker (y no pocos de la anterior) expresen en qué medida Charlie cambió sus vidas, con una forma de tocar que ellos apenas imaginaban. Los testigos son numerosos, pero el lenguaje es similar:

Jay McShann: Cuando llegué a Kansas City, me dirigí a los clubes para conocer a los músicos del lugar. Corría el año 1937. Una noche, entré en uno donde tocaba Bird y eso sí era tocar el saxo. La primera vez que oyes a Bird te engancha, no tienes escapatoria. Le pregunté: «Dime, ¿de dónde eres? Tocas diferente a todos los demás músicos de Kansas City». Y me contestó: «Verás, he pasado una temporada en los Ozarks [1] con el grupo de George Lee. Cuesta encontrar músicos que quieran ir allí, porque es un lugar tranquilo y en general la gente quiere acción, pero a mí me apetecía aislarme y me fui con George. Quizá por eso me notas diferente».

Dizzy Gillespie: Un amigo mío, Buddy Anderson, era trompetista del grupo de Jay McShann, y solíamos tocar juntos en Kansas City. Me pidió que escuchara a un saxofonista, pero a mí no me interesaba demasiado porque ya conocía a Don Byas, Lester Young, Chu Berry, Coleman Hawkins y Ben Webster, así que le dije: «¡No quiero más saxofonistas!». Hasta que le oí tocar. ¡Madre de Dios! Me quedé de piedra. Ese día estuvimos ensayando hasta las tantas…

Red Rodney: Dizzy no paraba de hablarme de un saxofonista, así que me fui con él a Nueva York y ahí conocí a Charlie Parker. Cuando le oí tocar casi me caigo de la silla. ¡Dios mío! Eran tantas cosas de golpe. Entonces me di cuenta. Supe a quién tenía delante, qué significaba y también supe lo que tenía que hacer yo.

Buddy De Franco: Sólo tenía tres años más que yo, pero parecía mucho mayor y más maduro. Cuando lo conocí me di cuenta de que era algo más que un músico innovador. A pesar de ser autodidacta, era una persona muy profunda, extremadamente erudita. No creo que tuviera una gran experiencia profesional, pero su técnica era perfecta, como si hubiera estudiado música durante años. Me parece increíble que él influenciara a todo el mundo del jazz. Sin dejar ningún resquicio.

John Newman: Jay McShann tenía su orquesta en el salón de baile Savoy y Rudy Williams, un conocido músico de la época, me dijo: «Ven conmigo, quiero que conozcas a un saxofonista». Me presentó a Bird y la primera vez que le oí tocar no me lo podía creer, porque hacía algo diferente a todos los demás. Era obvio que su estilo iba a arrastrar la música hacia otra dirección.

Thad Jones: Estaba en el ejército, en una isla llamada Guam, viajando con un espectáculo. Dormíamos seis en una misma tienda y, como cada noche, escuchábamos la radio cuando, de golpe, apareció Dizzy tocando «Shaw Nuff» junto a Charlie Parker. Sabes, no podría describirte lo que sucedió en el interior de esa tienda. Nos volvimos locos. Era un sonido nuevo e impactante… ¡y qué técnica! Seguramente todos queríamos hacer algo en la misma línea, pero no sabíamos cómo. Dizzy y Bird lo habían conseguido. Nos habían leído el pensamiento.

        Está claro que el papel de Parker como genio profético, aceptado sólo por un grupo reducido de personas del país, era tan indiscutible como el de la novela de caballerías tradicional. Por desgracia, sus incondicionales tampoco se conformaban con imitar su música. La historia ya conocida del joven artista sensible y talentoso que, envalentonado por la desesperación y el sufrimiento, termina por sobreponerse a su propia inseguridad y a la indiferencia del público es demasiado convencional, demasiado frívola (quizá demasiado europea) para ser aplicable a Charlie Parker. Éste logró la beatificación de los aficionados rebasando, y no sólo de palabra, el límite tolerable de los vicios agustinianos. Si bien la carrera de Parker era una búsqueda frenética en pos de la realización musical, ésta se veía siempre interrumpida por unas tendencias autodestructivas tan fuertes que también llegaron a convertirse en leyenda. El rey del bop tenía otra cara, nada secreta, como rey de la heroína, de modo que muchos devotos, al no poder acercarse a él musicalmente, ansiaban acompañarle en la comunión de la droga. «Haz lo que digo, no lo que hago», advertía Parker a sus amigos cuando le preguntaban por esta faceta de su vida. La mantenía en privado y evitaba compartirla con las personas que respetaba, a menos que hubieran llegado tan lejos como él. A pesar de sus advertencias, mucha gente insistía en la creencia a veces fatal de que Charlie debía parte de su inagotable grandeza a esas papelinas de polvo blanco.

        Algunos comentaristas despistados caen en la comprensible tentación de atribuir la ambición de Parker al racismo reinante y a la ausencia del padre. Sin embargo, hay algo muy básico en su personalidad que no encaja con las simplificaciones coloquiales del análisis seudofreudiano. La inmensidad, la majestuosidad y la autoridad de este hombre no se explican simplemente por sus excesos ni por la presión de una sociedad incomprensiva. Las sociedades racistas y las filisteas son iguales; cada artista es único. El hecho de atribuir los méritos de Parker a las causas sociales relega su figura a un prosaísmo que su arte combatía de forma inequívoca. Iba siempre un paso por delante de la multitud y se mató a sí mismo antes de que pudieran hacerlo los demás. Aun así, hay que reconocer que, como negro, en la Norteamérica de mediados del siglo xx padeció todo tipo de injusticias personales. También resistió la calumnia constante que pretendía debilitar su arte. Las minorías, sanamente protegidas por su propia comunidad, no buscan en la mayoría opresora el sentido de su identidad. El artista, sin embargo, busca un reconocimiento en la comunidad de artistas, que lucha, o debería luchar contra el convencionalismo, la mediocridad y la estrechez de miras inherentes a la raza y al nacionalismo. En esa comunidad, un destino mucho peor que la indiferencia es el reconocimiento seguido de la expulsión por carecer del pedigrí necesario. A decir de todos, Parker no se acobardaba ante la insensatez de la supremacía blanca. Pero el sentimiento de frustración que experimentaba con su música era continuo y agobiante.

        Parker se crió en una de las sociedades más ricas de la historia de Estados Unidos: Kansas City en la década de los treinta. Además de tener al alcance de la mano a muchos de los músicos norteamericanos más originales y reconocidos, tuvo la oportunidad de oír a los grandes del jazz de otros países, gracias a los discos y a la radio. Como música popular provisional, escuchar jazz no sólo era posible, era inevitable. Pero quizá también debido a su popularidad, tenía fama de ser poco serio. En el mejor de los casos se consideraba música popular y, en el peor, una moda adolescente. La combinación entre el racismo de Jim Crow [2] y la incapacidad del público para distinguir un logro genuino de una imitación meritoria favorecía inevitablemente la contratación de los grupos de música blancos. Y dado que los más famosos diluían su música con novedades trilladas y una espectacularidad poco convincente, existía la creencia de que el jazz era un arte menor. En Europa, Japón y otros lugares, el jazz era famoso por su vitalidad. En Estados Uni dos, se confinaba a los locales de jazz y a los salones de baile. Desapareció casi por completo de las salas de conciertos hasta 1938, cuan do (no deja de ser sospechoso) el grupo de Benny Goodman tocó en el Carnegie Hall, mien tras que en los conservatorios no entró hasta muchos años después. Fue ignorado por la mayor parte de los críticos de música clásica, y sigue siéndolo.

        En el momento de su muerte, en 1955, Charlie Parker era sin duda el músico más influyente del país. Los músicos de jazz le copiaban tan descaradamente que el pianista Lennie Tristano no dejaba de repetir que Parker debería acogerse a las leyes antiplagio. En más de una ocasión, Charles Mingus hizo un número en escena en el que despedía a los intérpretes por repetir los clichés de Parker. Los músicos de estudio tampoco escapaban a la fascinación general por las ideas de Parker, tal como lo demuestra el uso generalizado de armonías bebop y figuras melódicas (que antes se consideraban terriblemente complejas) en las partituras para cine y televisión, así como en los arreglos para discos de pop y rock and roll. Dudo que el presentador del programa de televisión de Ed Sullivan [3] supiera que lo que sonaba de fondo cuando entraba eran melodías parkianas; o que los espectadores de la película The Helen Morgan Story [4] se dieran cuenta de que la protagonista, una cantante de 1920, entonaba en realidad frases del bop de 1950; ni tampoco que los chicos que bailaban al son de «The Hucklebuck» supieran que la melodía era igual al «Now’s the Time» de Parker. Cuarenta años después de que Parker y Gillespie popularizaran los ritmos latinos, los grupos de salsa continúan tocando solos siguiendo sus pautas. Mientras la influencia de Parker se extendía al repertorio «legítimo» (por ejemplo, a las sinfonías de David Amram, con pasajes improvisados al estilo Parker, y a las fugas y ballets de John Lewis), Gunther Schuller acuñó el término «tercera vía» para definir un nuevo pluralismo inspirado en gran medida en la música de Parker. Ciertamente, su impacto trascendió el mundo de la música. En la década de los cincuenta, numerosos novelistas, poetas y pintores lo citaban de forma metafórica, en general como personificación de la fuerza psíquica.

        Sin embargo, los premios con que las sociedades rinden homenaje a sus artistas nunca fueron para Parker. El mundo musical académico, con la excepción de algún admirador individual como Varese, no llegó a reconocerlo. Innumerables intérpretes de jazz y de música popular que lo adoraban alcanzaron una fama que se le resistía al propio Parker. De hecho, el racismo cultural que rodeaba al jazz le cortó las alas desde el mismo momento en que se compró un saxo: no tuvo la oportunidad de estudiar en ninguno de los dos conservatorios de Kansas City porque no admitían a estudiantes negros. Cuando, en la cima de su influencia, la revista Life dedicó un artículo al bop, Parker no aparecía. Cuando Time andaba buscando un personaje de referencia pa ra ilustrar el nuevo jazz, eligieron a Dave Brubeck, un músico blanco con educación clásica, un desaire que indignó especialmente a Parker. Si la prensa convencional lo ignoraba, las revistas especializadas de jazz no se andaban a la zaga. Ganó pocas votaciones de los lectores, aunque todos los ganadores eran un reflejo de su influencia. El club de jazz más conocido de la época, el Birdland, le debe su nombre, a pesar de que en sus actuaciones con Gillespie aparecía en segundo lugar y con letra más pequeña. Cuando murió en Nueva York, donde pasó la mayor parte de su vida adulta y logró los mayores éxitos, una minoría de periódicos locales publicó la esquela. De entre los que sí se hicieron eco de su muerte, sólo el The New York Post citó la edad correcta (los demás le adjudicaban cincuenta y tres años en vez de treinta y cinco) e intentó dejar constancia de su impacto en la música del momento. Hubo dos periódicos que no sabían ni siquiera su nombre y lo llamaron Yardbird Par ker.

        La posteridad puso remedio rápidamente a esa negligencia, pero no con una fiel interpretación de los hechos sino con una avalancha de recuerdos, la mayoría interesados, a cargo de una mezcla diabólica de alumnos y auténticos devotos. «Lo conocía mejor que nadie» es la muletilla que más escucha cualquier biógrafo de Parker. Pero la advertencia más sensata le llegará de la mano de algún observador imparcial: «Si hablas con un millón de personas, te hablarán de un millón de Charlie Parkers diferentes». Uno se pregunta incluso si es posible librarse del Parker creado tras su muerte por la familia, los discípulos, biógrafos y mirones. Y en tal caso, ¿con qué finalidad? ¿Sería acaso un Charlie Parker reducido a su vida real más comprensible, entendido y admirado, o al menos más cercano a la verdad, que el de la leyenda? El único hecho irrebatible de su existencia es su genio, que no se amoldará a las explicaciones rutinarias de psicólogos, sociólogos, antropólogos o musicólogos. Pero una ordenación básica de los hechos, lo mejor que se pueda, con fuentes limitadas, y ante tantas afirmaciones contradictorias (a veces mucho), puede complementar la música de Charlie Parker y captar la imaginación de los oyentes que ya conozcan los placeres de su arte.

Notas:

[1] Región montañosa situada en la zona central de Estados Unidos. Abarca una extensa zona entre Missouri, Arkansas, Kansas y Oklahoma.

[2] Las leyes de Jim Crow eran una serie de leyes estatales y locales promulgadas en los estados fronterizos del Sur entre 1876 y 1965. Proporcionaban un estatus «separado pero igual» a los negros. En realidad, les llevó a un tratamiento y unas condiciones de vida que casi siempre eran inferiores a las de los blancos. Las leyes más importantes exigían que escuelas, locales y transportes públicos tuvieran espacios separados para blancos y negros. La segregación de la escuela estatal fue declarada inconstitucional por el Tribunal Supremo en 1954, aunque en la práctica la situación no se reguló hasta 1970. El resto de leyes de Jim Crow se derogaron en 1964, incluida la discriminación en el voto.

[3] Edward Vincent Sullivan (1901-1974). Presentador de televisión, conocido por el popular programa de variedades The Ed Sullivan Show, que alcanzó su máxima popularidad en las décadas de los cincuenta y los sesenta.

[4] The Helen Morgan Story (1957) de Michael Curtiz, estrenada en España con el título Para ella un solo hombre.

   
   

@ 1987 Gary Giddins, de la edición original
© 2008 Ramón Vilalta, de la traducción al castellano
© 2008 Alba Editorial, de la edición en castellano