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INSIDE OUT: IDEAS SOBRE LA IMPROVISACIÓN LIBRE. Por Keith Jarrett
(Extracto de Tocando el horizonte. La música de ECM. Edición a cargo de Steve Lake y Paul Griffiths)


Tocando el horizonte. La música de ECM
Edición a cargo de Steve Lake y Paul Griffiths
Traducción: Ferran Esteve
Colección Fonografías. GLOBALrhythm
Páginas: 440 Precio: € 59,50
ISBN: 9788496879218
Pimera edición: 2008-03

Más Información: http://www.globalrhythmpress.com

Texto incluido en Tocando el horizonte. La música de ECM
Reproducido con el permiso de GLOBALrhythm


   


Keith Jarrett
© Rose Anne Jarrett / ECM Records

Hace más de tres décadas, a mediados y a finales de los años sesenta, Miles Davis solía aparecer por los clubes en los que actuaba con mi trío, ya fuera en París o en Nueva York. Parecía sentir curiosidad por algo. En cierta ocasión, fue con su quinteto a un minúsculo club de la orilla izquierda de París llamado Le Camilion, con capacidad para unos diez espectadores, para ver a mi trío, formado por aquel entonces por Aldo Romano a la batería y J. F. Jenny-Clark al contrabajo. El club estaba en el sótano de un pequeño bar que, sin embargo, era mayor que la estancia donde actuábamos. El local tenía un piano de pared espantoso, y a menudo nos dedicábamos a experimentar con la “improvisación libre”(a veces,  el pésimo estado del piano era de gran ayuda para tocar esa música). Mi trío estadounidense, formado  por Charlie Haden y Paul Motian, trabajaba constantemente en el terreno de la “improvisación libre”,  aunque esta faceta no haya quedado adecuadamente recogida en las grabaciones que hicimos. Miles también vio actuar varias veces a esta formación en diferentes clubes. Los años sesenta fueron una época importante para el free. Ornette Coleman y Don Cherry habían despuntado a finales de los años cincuenta junto con Paul Bley, Jimmy Giuffre y, más tarde, toda la corriente “vanguardista”. Algunos de esos músicos ni siquiera sabían tocar, pero aquello no tenía demasiada importancia, y de ellos aprendí unas cuantas cosas en términos de tiempo y espacio. Ornette había partido de la complejidad cada vez mayor característica del período posterior al bebop para abrir nuevos caminos, y los músicos jóvenes se atrevían con todo. Fueron años de una gran vitalidad. Después de un pase especialmente free en Le Camilion, Miles me hizo un gesto para que me acercara a su mesa (creo recordar que nadie bebía nada) y me preguntó: “¿Cómo lo haces?”. “¿El qué?”, respondí. “Tocar a partir de la nada”, comentó. “No lo sé —le dije—. Lo hago. Ya está”. Miles estaba anonadado ante aquella presunta facilidad mía para crear en tiempo real, sin un material previo. Sin embargo, y a pesar de que había escuchado mucha improvisación libre en el pasado, creo que advertía en mi manera de tocar una mezcla única de improvisación libre y de composición espontánea, una combinación que acabaría copando mi vertiente profesional, sobre todo en los conciertos en solitario.

A decir verdad, todo se reduce a si el músico concibe esa “nada” como la falta de “algo” o como la presencia de un “todo”, y también al significado que el intérprete da a ese “todo”: si lo limita o le asusta, su capacidad para improvisar también se verá limitada. Hay en todos nosotros una determinada estructura. A mi entender, el único límite está en aquello que el cuerpo no puede hacer. Tal vez fuera eso, entre otras cosas, lo que Miles escuchó. Parecía querer formar parte de ello. En varias ocasiones me pidió que me uniera a su grupo, y finalmente accedí aunque sólo aguanté unos pocos meses. En esa banda, a menudo me dejaba aventurarme, en compañía de Jack DeJohnette y de Dave Holland o de Michael Henderson, en largas excursiones por los terrenos de la improvisación libre. Nunca me “interrumpía”, ni intentaba unírsenos durante aquellos pasajes. A Miles posiblemente le gustara más escuchar que tocar. Por supuesto, tocábamos toda aquella música con los molestos instrumentos electrónicos tan de moda en aquella época, y no tardé en dejar todo aquello después de que Jack abandonara el barco.

Cuando era un adolescente, recuerdo haber escuchado a mi hermano Chris (que no sabía nada de pianos) tocar algunas cosas que me marcaron profundamente. Aquellas piezas tenían una poderosa carga significativa, fruto, según me dijo, de la crisis en la que estaba sumido a la sazón. Se abalanzaba sobre el teclado sin tener la menor idea de cuál iba a ser el resultado (o, mejor dicho, con una cierta idea, aunque solamente en el sentido emocional). Sin embargo, de aquel acto salía algo. Aquellos momentos musicales, aunque “insólitos” en cierto sentido, calaron hondo en mí, y habrían de pasar muchos años antes de que yo pudiera habitar, deliberadamente, el espacio musical que Chris había visitado accidentalmente. Así fue como aprendí que, a veces, debemos provocar los “accidentes”.

Lo primero que debo decir acerca de la improvisación libre es que no es apta para aquellas personas obsesionadas con mantener el control. Tan necesario como agudizar el oído y, en la medida de lo posible, contar con una amplia experiencia musical es dejarse ir deliberadamente en algún momento. Cuando en 1983 formé el trío con Jack DeJohnette y Gary Peacock, los tres habíamos vivido en primera persona los años sesenta y la improvisación libre. En nuestra primera sesión de grabación, de la que salió el disco Changes, rendimos homenaje al universo libre. Ahora, en pleno siglo XXI, después de editar en 2001 Inside Out, hemos sacado al mercado una grabación en directo realizada en Japón en 2002, titulada Always Let Me Go. Antes de grabar Inside Out en Londres, dije a Gary y a Jack que debíamos intentar no seguirnos los unos a los otros. Es decir, que si uno de nosotros le apetecía tocar algo que se le hubiera ocurrido, el resto seguiría adelante, ajenos en cierto sentido a lo que hiciera cada uno y, por lo tanto, a cualquier referencia que pudiera interrumpir el flujo. Es sumamente difícil describir el proceso (la respuesta que di a Miles era mucho más acertada). Sin embargo, antes incluso de que el trío hubiera grabado, yo llevaba años actuando en solitario y había aprendido que la “música libre” no nacía únicamente de un estado de ánimo determinado. En un concierto en solitario (improvisado siempre desde la primera nota) participan, como mínimo, tres personas: el improvisador, el compositor espontáneo y el tipo que escuchaba sentado al piano. La figura del improvisador es la más sencilla de  explicar, aunque nadie en su sano juicio intentaría hacerlo. Se sienta frente al instrumento y confía en que su talento le permita encontrar un camino musical para ir de A a B (toda vez que desconoce totalmente qué es B). La figura del compositor espontáneo es algo más compleja, y se sitúa ligeramente por encima de la del improvisador. Sin pensarlo, cada vez que el improvisador se lo reclama, le “envía” al instante el material (¡lo siento, no se me ocurre otra manera de explicarlo!), lo que puede obligarle a tener que crear B de la nada. Su tarea es más ardua pues, si el improvisador se bloquea, se pierde o simplemente se aleja de la “zona”, ha de crear una cantidad importante de “contenidos” sobre la marcha. El compositor azuza al improvisador (y viceversa) al tiempo que el tipo sentado al piano —que controla los procesos y trata de no juzgar demasiado apresuradamente o de intervenir, aunque esté en desacuerdo con lo que sucede— presta atención al conjunto mientras comprueba (todas estas acciones son simultáneas) las funciones vitales para advertir cualquier anomalía, asegurarse de que no sufre rampas en los dedos o en otras partes del cuerpo, que respira regularmente…

Por supuesto, en un grupo, hay poco espacio para la improvisación pero, en líneas generales, el proceso es idéntico. En tanto que responsable del repertorio de los pases en los conciertos de estándares e improvisador en solitario a lo largo de todos estos años, he llegado al extremo de “programar” incluso materiales inexistentes (por ejemplo, la música de la grabación realizada en Japón). Sí, la participación de Gary y Jack es siempre extraordinaria, pero yo soy quien tiene en sus manos el instrumento armónico, una gran experiencia acumulada en el terreno de la composición espontánea y, además —como dice un amigo—, “alguien tiene que ponerse al volante”. Sin embargo, dejando de lado estos aspectos, los tres tenemos total libertad para hacer a nuestro antojo. Ninguno de nosotros está obligado a comportarse musicalmente de un modo concreto. La música que hacemos es fruto de la necesidad del momento. Aun así, lo más sorprendente del proceso es que, sin siquiera proponérnoslo, las formas aparecen. Tal vez en Inside Out sean más tradicionales, pero ni siquiera ahí esas formas existían antes de que empezaran a cobrar vida ante nosotros. No quiero negar, sin embargo, la dificultad de la empresa: no es ni mucho menos tan sencillo como parece estar preparado para la irrupción de estas formas. (Debemos estar sumamente familiarizados con todas las posibles.) Dejar que la música fluya a pesar de uno mismo es posiblemente lo más duro de todo lo que se necesita para ser músico. No hay que perder de vista en ningún momento al yo que está al mando, y hay que permitirle expresarse en cada nanosegundo. Cada nanosegundo ha de ser una reafirmación de los principios y, si es necesario, una reformulación de las prioridades.

En los CD japoneses, en ningún momento sabemos (¡en ninguno!) qué va a suceder a continuación. Todo puede cambiar en función de quién golpee tal o cual plato o toque tal o cual nota. En ocasiones, mientras tocamos, (me) asalta la sensación de que nos movemos en el infinito, pero esa percepción se desvanece un segundo más tarde. Si sumamos estos segundos, obtendremos un número determinado de minutos musicales. Imaginen que no tienen la menor idea de lo que les va a suceder dentro de un segundo. A continuación, decidan que quieren que eso sea así deliberadamente. Posiblemente les sea necesario confiar en algo más importante que en las propias ideas. Habrá que someterse a “algo” que, probablemente, no sabrían cómo llamarlo o cómo describirlo. Necesariamente, sería un “algo” misterioso. Sin embargo, tras pasar por ello, si sobreviven, sabrán algo más acerca de las posibilidades que les ofrece la vida. Todo esto es aplicable al terreno de la música. Cuando se produce un momento decisivo (y abundan en Always Let Me Go), los tres sabemos al instante que ese pasaje merece el precio que ha costado la entrada al concierto. La música nos “lleva” a un lugar desconocido hasta entonces. Hemos logrado crear un accidente. Da igual que la música funcione o no en cualquier otro sentido, que sea o no una “Obra de Arte duradera”; todo eso pasa a un segundo lugar ante la situación en la que nos hallamos inmersos. Vivimos rodeados por “Obras de Arte” duraderas y, sin embargo, ¿cuántas veces descubrimos algo nuevo? Yo siempre he tocado para mí, para ese oyente que se sienta en la banqueta frente al piano. Esa persona ha escuchado todos mis conciertos, y siempre ha soñado con volar. No tengo la menor idea de cómo genera el material el “compositor espontáneo”, o de cómo conserva su libertad el “improvisador libre”, pero sí sé, sin embargo, que no me interesa demasiado descubrirlo. Por todo ello, la respuesta a la pregunta de Miles, “¿cómo lo haces?”, ha de ser hoy necesariamente la misma. No lo sé. Lo hago. Y cuando las cosas funcionan, es imposible explicar el motivo.

La verdad es que, cuando tocamos música improvisada, vivimos en una de las dos caras de la moneda, en una que, además, cambia de aspecto a cada momento. Para describirlo, debería viajar al otro lado (al aspecto analítico), pero, una vez ahí, entenderíamos que no tenemos acceso a la respuesta verdadera. La respuesta verdadera está en la música; en su fin y en su energía. La respuesta verdadera sobre el proceso en el que estamos inmersos también se halla en cada uno de ustedes. Cuando escuchen esta música, sabrán exactamente tanto como nosotros sobre ese próximo momento. Y cuando lo escucharon, compartieron con nosotros el suspense que nosotros experimentábamos mientras creábamos esa música. La única diferencia entre ustedes —el oyente— y el trío es que nosotros tuvimos que dar físicamente ese salto hacia lo desconocido, que yo tuve que reunir al improvisador y al compositor y pedirles que colaboraran. Ninguno de nosotros puede aferrarse a los mejores momentos de su pasado, y eso es precisamente lo que los hace tan preciosos. Y ninguno de nosotros, ni siquiera los músicos, podemos hacer que la música viaje a un punto y permanezca ahí indefinidamente. Always Let Me Go es un buen título, pero es aún más acertado si lo vemos como la descripción del proceso de la improvisación libre. Sólo si dejamos escapar cada uno de esos segundos imperceptibles, fugaces (y lo hacemos con el mismo empeño que pondríamos en aferrarnos a ellos), podremos habitar el siguiente instante infinito, que durará, simplemente, un segundo. Esta es la mejor definición que se me ocurre de la improvisación libre. Y por eso Always Let Me Go es el mejor título posible para dicho proceso.

Algo más a propósito del título: estaba cenando con Manfred Eicher entre bastidores, antes de un concierto en París, cuando nos planteamos cómo titular las cintas japonesas. Yo había pensado Time in Space, pero Manfred, haciendo un mueca traviesa, me propuso Always Let Me Go. Ninguno de los dos pudo evitar una carcajada. (A ambos nos fascinaban las dos versiones que yo había grabado de una balada titulada “Never Let Me Go”. Una está en el disco Standards,Vol. 2; la otra, en Tokyo ’96.) No es habitual carcajearse así ante una descripción perfecta de un proceso delicado, misterioso y complejo. Me pregunto si ya se le había ocurrido anteriormente o si fue fruto del momento, de su improvisación libre. Yo llevaba semanas intentado dar con un título idóneo (por lo general, no me cuesta) pero las palabras acudieron a su boca automáticamente, precisamente porque él había entendido el proceso inherente a aquella música. Porque es de ahí donde ha de nacer el saber: del interior. Y del interior, ha de proyectarse hacia fuera. Si dibujo un mapa, tomarán ese mapa como si dijera la verdad. Si no lo dibujo, tal vez buscarán esa verdad por ustedes mismos (o en su interior). En ese momento, se estarán acercando a la música, porque se habrán olvidado de la imagen ideal que alguien ha dibujado para ustedes, una imagen que ni Jack, ni Gary, ni yo tenemos presente cuando tocamos. Descarté todas las posibilidades que había escrito porque había olvidado las limitaciones del lenguaje. Lo más importante es qué conjuran las palabras, porque la página impresa está ahí, en sus manos, como si contuviera una verdad permanente y eterna. Pero le falta algo: Always Let Me Go.

   
   

@ 2007 Steve Lake, Paul Griffiths de la edición original
© 2008 Ferrán Esteve, de la traducción al castellano
© 2008 Global Rhythm Press, de la edición en castellano