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..: REALLY THE BLUES. Por Mezz Mezzrow

 


Really the Blues
Mezz Mezzrow. Introducción de Barry Gifford, Epílogo de Bernard Wolfe
Colección RECorridos
Acuarela & A. Machado
Traducción: Javier Lucini

Capítulo 13 e Introducción de Really the Blues de Mezz Mezzrow. Reproducido con permiso de la editorial Acuarela.


CAPÍTULO 13. UNA Y OTRA Y OTRA VEZ MÁS

Era una magnífica noche de primavera de 1931. Estábamos bromeando y el negocio iba viento en popa. Arriba, las hojas del Árbol de la Esperanza mantenían su propia y susurrante conversación llena de dobles sentidos. Desde la parte superior del tronco serpenteó el rumor y se coló por mis oídos. “Sí, tío”, zumbó, “en Memphis se la tienen jurada a tu chico”.

Louis Armstrong había bajado a Nueva Orleans y luego había vuelto a subir a Memphis.  La señora Collins, esposa de su representante, estaba a cargo del transporte y había alquilado un enorme y flamante autobús de la Greyhound para que la banda pudiera atravesar el Cinturón Asesino sin tener que subirse en aquellos sucios y demoledores vagones repletos de racistas.  Ella siempre se sentaba delante, junto a Mike McKendricks, el guitarrista, que la ayudaba con el equipaje y cosas por el estilo.

Cuando el autobús entró en Memphis los blanquitos se apiñaron con los ojos como platos para contemplar a esos elegantes chicos de color que viajaban en aquel cacharro aerodinámico y especialmente al de la primera fila que iba, ¡Dios nos libre!, sentado y hasta hablando con una mujer blanca, tan campante, como si fuera un ser humano. Aquello era inadmisible. El escándalo que armaron fue tal que el director de la terminal de autobuses intentó trasladar a todos los pasajeros a un viejo, sucio y rechinante armatoste. Naturalmente, los chicos se cruzaron de brazos y se negaron a abandonar sus asientos. Al rato la pasma los tenía cogidos por el cuello. Tomaron sus huellas digitales y los enchironaron como a vulgares ladrones. Llegaron justo a tiempo para la emisión que tenían programada.

Aquella noche, todos los fumetas nos precipitamos al Barbeque para oír el programa de radio. Cuando salieron al aire, Louis arremetió con un par de comentarios de doble sentido, en medio de los cuales me saludó con un alegre: “¿Qué pasa, Lozeerose?”. A mitad de la transmisión anunció que quería dedicar su siguiente número al Jefe de Policía de Memphis, Tennessee.  “Al loro con ésta, Mezzeerola”, gorjeó mientras la banda tocaba la intro. A continuación, empezó a cantar I’ll Be Glad When You’re Dead You Rascal You.

Con Louis de picos pardos por todo el país se abrió en mi vida un abismo del tamaño del Gran Cañón. Pronto, sin embargo, empecé a salir con Zutty Singleton. Casi todas las noches, cuando él salía de currar en el Connie’s Inn, comíamos por ahí cualquier cosa y nos disponíamos a hacer la ronda. Zutty caía bien a todo el mundo y tenía una manera muy jovial de saludar y dirigirse a la gente, refiriéndose a sus caras: por ejemplo, si estrenabas una corbata o un traje lo más probable es que te llamara Cara Corbata o Cara Traje, y en ocasiones se salía con nombres como Cara Buque, Bota Nariz y Mollejas. Con el tiempo toda la peña empezó a utilizar la palabra “Cara” a modo de saludo: uno decía “¿Qué hay de nuevo, Cara?”, y la respuesta sería “Nada, Cara”. Zutty y yo íbamos a visitar a nuestros colegas de Harlem y allá donde fuéramos nos encontrábamos con que todo el mundo, desde el abuelo hasta los críos de dos años, estaba dispuesto a mostrarnos su numerito. Nunca dejaba de Sorprenderme cuando subíamos resoplando por las escaleras de cualquier bloque de pisos de mala muerte y nos topábamos con algún chiquillo, apenas capaz de andar, que se levantaba para brindarnos unos pasitos de baile antes de volver al suelo. Y desde el viejo shuffle de los viejos tiempos hasta el Suzie Q y el Sand, no había baile que no dominaran los abuelos (en el fondo lo único que había cambiado eran los nombres). Papi te podía confirmar que él ya había bailado aquellos mismos pasos cuando era chico y andaba descalzo. Todo el mundo bailaba.

Los lunes de madrugada, a eso de las cinco, nos dirigíamos como balas al baile semanal del desayuno en el Lenox Club de la calle 144. Allí se daban cita casi todos los artistas y músicos, dispuestos a correrse una buena juerga después de haber estado currando toda la noche, y era una suerte si lograbas llegar a casa antes del mediodía. Casi todas las grandes estrellas que se hallaban de paso por la ciudad se levantaban en algún momento y brindaban al respetable con su número. Semana tras semana, en un mismo programa, podías llegar a disfrutar de varias de las más importantes cabezas de cartel del mundo del espectáculo. No era raro ver, en una misma mañana, a los Berry Brothers (uno de los mejores grupos de baile de todos los tiempos), a Buck & Bubbles, a Ada Brown, a Bill “Bojangles” Robinson, a las hermanas Whitman (de cuyo espectáculo salieron algunas de las mejores actuaciones que haya dado la raza negra), a Nina Mae McKinney, Valaida Snow, Ethel Waters, Batie & Foster (que mezclaban la comedia fina con el baile), Louis Armstrong, Duke Ellington, Cab Calloway (aún no tenía su propia banda y por entonces cantaba en “Hot Chocolates”), Earl “Snakehips” Taylor, Bessie Dudley (una de las mejores bailarinas de claqué y de la danza de la serpiente de aquellos días) y a Louise Cook. Era la bomba.

Los espectáculos de medianoche del teatro Lafayette eran otra institución ineludible que los chicos del centro jamás olvidarían. Todos los viernes por la noche yo reservaba las tres o cuatro primeras filas al completo para que todos los músicos que conocía pudieran venir con sus amigos a quedarse boquiabiertos ante aquellas funciones. Hectáreas de marihuana se fumaban a lo largo de cada función y, tíos, en más de una ocasión hasta los artistas salían al escenario y, con la excusa de hacer algún sketch sobre fumetas, se colocaban con un par de porros allí mismo, delante de todo el mundo. La parte más interesante del espectáculo era la reacción del público de color ante las películas que llenaban los intermedios. Las interpretaciones presuntuosas de aquellas trasnochadas epopeyas de Hollywood, que a mí siempre me habían mantenido lejos de los cines (para mí las pelis no eran más que un pálido Minsky en celuloide), eran el ridículo de todo Harlem. En cuanto aparecía en la pantalla una escena dramática rebosante de falsa y afectada sensiblería en la que se mostraba la idea de la vida, con V mayúscula, que tenía algún guionista borracho de telenovelas, los chicos se echaban a reír y a abuchear, gritaban: “¡Tío!, no me vengas con ese rollo anticuado”. Y cuando en alguna escena de amor el hombre le soltaba a la chica de turno las chorradas que ésta estaba aguardando, los comentarios de los chicos no se hacían esperar: “Ni se te ocurra volver a casa y soltar algo así, porque te acabará estallando la cabeza”. El público montaba tal escándalo que la película se olvidaba y quedaba en un segundo plano durante varios minutos.

Cuando Louis decidió abandonar el Connie’s Inn y echarse a la carretera se disolvió uno de los mejores grupos de la historia del jazz. Connie le había comprado un juego de tam-tams afinables a Zutty y le había subido el sueldo, por lo que cuando Louis le propuso unirse a su gira, le respondió:

–Bueno, Pops, ya sabes que la amistad es una cosa y los negocios otra.

Él también era un gran artista y quizá pensó que llegaría más lejos por su cuenta y que algún día podría llegar a formar su propia banda, por lo que decidió quedarse en Connie’s. Louis juró que Zutty jamás volvería a tocar con él, por mucho que fuera el único percusionista del mundo capaz de seguirle el ritmo. Aquella ruptura me dolió más a mí que a ellos, pues supuso una gran pérdida para la música. Y hasta hoy mismo esos dos maravillosos músicos siguen sin darse cuenta de lo importante que es para ambos tocar juntos.

Al poco tiempo de iniciada la gira, Louis me envió una carta en la que me contaba toda la historia de su ruptura con Zutty y, aunque yo quería a Zutty, me sentí culpable por quedar tanto con él porque, para mí, Pops era el más grande. Al mismo tiempo, Buck era íntimo amigo de Louis y no paraba de mofarse de Zutty por haber abandonado a Louis, lo cual me acomplejaba aún más. Por todo esto no tardé en empezar a salir con Buck y en olvidarme, poco a poco, de Zutty. Los chicos de la avenida estaban al tanto de lo ocurrido porque en la Esquina éramos una gran familia y, de alguna manera, aprobaron mi decisión y respetaron mi lealtad a Louis. Buck tenía la corneta que Louis solía tocar en los tiempos del Sunset de Chicago y casi todos los días me despertaba de un telefonazo, sin decir nada, tocándome alguno de los coros que Louis acababa de grabar. A veces sonaba como el propio Pops en persona, especialmente cuando usaba la sordina. Tenía un oído tan asombroso que podía tocar todos los ligados y las sutiles inflexiones de Louis de un modo que nadie, hasta hoy, ha conseguido imitar.

De su curiosa manera de utilizar a la gente como instrumento de percusión aún se sigue hablando en la Avenida. Si alguien hacía un comentario fuera de lugar, él se ponía a cantar y a golpetear al impertinente sacando el ritmo de su cabeza, de su espalda y de cualquier otra parte de su anatomía. No había manera de escapar. Te palmoteaba sin cortarse un pelo, pero lo hacía con tal ritmo, mirándote tan fijamente, que no te quedaba otra que estarte quieto y encajarlo. “Ponle un trago a este tío, John boy”, cantaba (una frase que luego se haría muy popular en varias grabaciones) para, a continuación, emprender un scat con riffs del tipo “Ribopitty-bop-bam, ribopittybopbam, ribopitty-zhiboppity. Ribopitty-bop-face (cara)”, como un batería a la hora de obtener una explosión de los platillos. Y con la última palabra te abofeteaba en la cara desde algún ángulo imprevisto. Esto se prolongaba durante todo el tiempo que él considerara que te merecías y, al final, tenías la opción de irte más caliente que una hoguera o echarte a reír hasta que se te saltaran las lágrimas. Pero podías estar seguro de una cosa: nunca se te olvidaría y jamás volverías a hacer un comentario como aquél que motivó el castigo. No he conocido a nadie tan campechano como Buck. Aun siendo cabeza de cartel en el Loew’s State, cobrando tres mil pavos por semana, seguía pasándose por la Esquina a la hora de comer a por su perrito caliente. Bubbles, su compañero, también era un tipo formidable: bailaba sin seguir ninguna pauta, pura improvisación, por lo que nunca sabías cuando te iba a salir con un nuevo paso que todos los bailarines de Harlem, al menos los más arriesgados, tratarían de imitar a la mañana siguiente.

De hecho, toda la banda que se movía en torno a la Esquina, el Lafayette y los Bailes de Desayuno, era gente estupenda, y si yo hubiese sido sensato nunca me habría alejado de ellos ni un centímetro. Da la impresión de que me muero de ganas de meterme en problemas. Escuchad lo que me pasó entonces.

¿Recordáis aquella habitación del hotel de Detroit, con una sábana húmeda colgando de la puerta? Pues bien, fue allí donde volví para no salir en cuatro largos años. Y esta vez, como ya dije, a cuatro patas y con el bigote barriendo el suelo.

Os preguntaréis por qué demonios tenía que ir y engancharme justo en ese momento y tenéis todo el derecho del mundo a preguntároslo. ¿No estaba por fin arreglándomelas? ¿No me sentía por fin en casa después de todos aquellos años de andar dando cabezadas por territorio extranjero, viviendo con la gente que más quería y llevando el tipo de vida con que siempre había soñado desde la época del reformatorio de Pontiac? Por supuesto que sí. Pero hubo complicaciones. Harlem no tuvo la culpa, eso os lo puedo asegurar, yo tampoco tuve nada que ver, ni yo ni nadie, pero el caso es que hubo complicaciones. Parece como si la felicidad no fuera, a fin de cuentas, más que otra simple palabra del diccionario, aunque en algunos maravillosos momentos de la vida uno pueda sentirla muy cerca. Yo llegué a ser muy feliz en Harlem, estuve a punto de volverme loco de felicidad. Pero aún no se trataba del Paraíso. Por un motivo: no estaba haciendo música.

¿Cómo había llegado a instalarme en el centro de la mayor comunidad negra del mundo para, acto seguido, abandonar mis instrumentos? Fue así. Mi principal sostén había sido Gene Krupa, que ahora se había comprometido con Red Nichols (junto a Benny Goodman, con quien luego seguiría cuando éste se independizase). O sea que Gene se había alejado de mí. Del resto de mis amigos de antes, al menos los que hablaban mi mismo idioma, Condon y McKenzie habían pasado a formar parte de los estrepitosos Blue Blowers y se habían largado con Tesch de vuelta a Chicago. Y en lo que se refiere a mí no podía tocar una sola nota con las sensibleras bandas blancas de Nueva York. Cualquier conjunto de blanquitos que hubiera decidido contratarme no habría sido más que una versión más lujosa de la orquesta de foso de Minsky y ya había tenido más que suficiente de esa mierda tan desfasada.

¿Por qué no tocaba con los chicos de color? Parece una pregunta sensata: la música que me encendía era una creación estrictamente negra y los mejores artistas de color, sin excepción, eran amigos míos. Bien, las bandas de color que circulaban por Nueva York estaban compuestas por músicos virtuosos, pero no tocaban la música de Nueva Orleans que a mí me volvía loco, tenían un pulso y un sabor completamente diferente con el que yo no habría sido capaz de armonizar ni de lejos. Nueva Orleans no había llegado al Este, ésa era la triste realidad. Cierto que Louis había tocado con una gran banda, lo que ya de por sí le había distanciado de la estricta tradición de Nueva Orleans, pero pese a todo tenía a Zutty en la retaguardia para proporcionarle al conjunto la sacudida y el empuje de Nueva Orleans, y aunque tocaba arreglos pautados la banda seguía haciendo efectos de órgano con las lengüetas y los metales que no refrenaban a Louis sino que ayudaban a darle profundidad y riqueza al sonido expansivo de su trompeta.  Y además Louis era un genio y podía hacer música increíble sin más acompañamiento que una tabla de lavar y un kazoo. Yo no era Louis. Necesitaba un entorno musical más cordial. 

Y otra cosa: la raza me hacía sentir inferior, me hacía pensar que quizá yo no valía un pimiento como músico o como cualquier otro tipo de artista, a pesar de todas mis grandes ideas. La tremenda inventiva, la inconsciente creatividad que veía chorrear en todos los aspectos de la vida de Harlem (en los partidos de baloncesto, en el boxeo profesional, en los duelos musicales y en las vertiginosas contiendas de rima y snagging de la Esquina), me deslumbraban y me hacían dudar de que pudiera estar a la altura de aquellos chicos. Prácticamente todos los que conocía eran virtuosos, desbordaban talento. Aun cuando los músicos no tocaran al estilo de Nueva Orleans, estaban muy al tanto, poseían una técnica tan brillante y hacían gala de una gama de inflexiones tan inventiva que eran capaces de iluminar hasta los arreglos más sosos. Por todo ello me dije a mí mismo que aunque no fuera mi tipo de música me convenía escucharla con atención y aprender todo lo que pudiera, pues hicieran lo que hicieran aquellos tíos, lo hacían muy bien. Pensaba en los discos que había grabado con Condon y el resto de la panda de Chicago, y me avergonzaba de lo flojos e insulsos que parecían en comparación con lo que tocaban todos los días de la semana los chicos de color de Harlem. Lo que tenía claro era que no quería volver al “estilo Chicago”, pero tampoco sabía cómo evolucionar. “A lo mejor”, pensaba, “Jesús, a lo mejor, después de todo, nací para ser filósofo, como me dijera en cierta ocasión Tiny Hunt, y no para músico”. Un tipo muy avispado me dijo una vez que quien no puede, enseña.  Tal vez yo no podía. Tal vez debería convertirme en filósofo por desesperación.

Estaba realmente suprimido en lo que se refiere a la cosa creativa, pero no disponía de mucho tiempo para darle muchas vueltas al asunto. En la Avenida la acción era tan trepidante que lo único que podía hacer era mantenerme alerta para que nada se me escapara. Escuchar y aprender, de eso se trataba, sin más. Y, aunque no tocara el saxo, seguía defendiéndolo, dándomelas de filósofo y obteniendo no pocas satisfacciones. Allá donde fuese, cafés, teatros, salones de baile y tabernas, respetaban mi autoridad. Las bandas se esforzaban por complacerme porque yo hablaba por toda la ciudad de los artistas que más me gustaban y mi palabra empezaba a tenerse en cuenta. De vez en cuando, mi influencia se dejaba notar en nuevos compromisos, contrataciones más cuantiosas y ofertas de grabación. En realidad, de una forma modesta pero lo suficiente como para hacerme sentir bien, estaba actuando a modo de una especie de vínculo entre razas: introducía a ciertos blancos en el genio de los chicos negros con más talento, aproximaba a los miembros de sendos grupos para que empezaran a apreciarse mutuamente un poco más.

Me daba cuenta de que nunca encontraría una salida hasta que no existiera una banda mixta en la que tocaran los negros y los blancos más inspirados. En semejante conjunto, tarde o temprano, muy probablemente, podría encontrar mi lugar. Pero la existencia de una banda mixta en aquellos días era un sueño imposible (y lo sigue siendo, en el sentido estricto del término, un tío de color en una gran banda blanca de swing no es exactamente una “mezcla”). Louis y yo solíamos hablar mucho de eso: era nuestra idea del Paraíso. Pero Pops, con su inmensa sabiduría práctica, pensaba que el primer paso no podía darlo una banda de color aceptando a un blanco, sino todo lo contrario, pues son los privilegiados quienes deben dar las primeras muestras de amistad hacia los oprimidos.

En cualquier caso, aquellas charlas con Louis tuvieron una consecuencia: desembocaron en las primeras grabaciones importantes de bandas mixtas de que yo haya oído hablar. Al principio Louis se juntó con Jack Teagarden, Eddie Lang, Joe Sullivan y algunos chicos de color y grabaron Knockin’ a Jug Muggles, para el sello Okeh, a principios de 1929. Lo más probable es que yo hubiera podido estar en aquella sesión, si no me hubiese encontrado entonces en medio del océano, rumbo a París. Luego Fats Waller, a quien también le entusiasmaba la idea, configuró una agrupación para grabar con la Victor a la que bautizó como “Fats Waller and His Buddies”. Bajo aquel nombre, junto a Fats, tocaban Eddie Condon, Gene Krupa y Jack Teagarden, sumados a los chicos de color, en Lookin’ Good and Feelin’ Bad y I Need Someone Like You; después, ya sólo con Eddie y Jack en la banda, grabó Ridin’ But Walkin’Won’t You Get off It PleaseLookin’ for Another Sweetie, que era la versión original de un tema que más tarde se haría famoso como Confessin’, y When I’m Alone. Todos aquellos discos se grabaron también en 1929, cuando empezábamos a rumiar la idea de una banda mixta.

De modo que allí estaba yo, defendiendo y predicando la importancia de aquella idea, haciendo de vínculo entre razas, vendiendo maría en la Esquina, pero sin tocar una sola nota. Nunca traté de convertir mis trapicheos con la hierba en un auténtico negocio, pero la demanda se extendió solita y aun cuando los otros tíos empezaron a vender su propio material yo no había semana que no acabara con menos de doscientos pavos en el bolsillo. Podía ocuparme sin problemas de Bonnie y del niño, comprar nuevos muebles para la casa, un montón de ropa y cualquier cosa que necesitaran. Mi nombre empezaba a sonar por todo el país. Llegaban tíos de Texas o California en mi busca y me decían: “Tío, en la costa he oído hablar de ti y de esa espléndida maría”. Cuando Connie Immerman salía de su hotel para subirse a su gigantesco Packard la gente me decía: “Mezz, algún día tú también montarás en uno de ésos”. 

Tal vez todo aquel éxito y el dinero fácil tendrían que haberme animado, pero no fue así; me hacían sentir cada vez peor. Aunque la hierba no era ilegal, en el mundo exterior se seguía despreciando y el modo en que me ganaba la vida se consideraba una estafa. Y la última cosa del mundo que yo habría querido ser era un estafador. La gota que vino a colmar el vaso fue el momento en que empezaron a visitarme aquellos gángsters del East Side que venían del centro haciéndome fabulosas ofertas para asociarme con ellos y crear una gran red de narcotráfico. Eran tipos bastante chungos. No mucho tiempo antes habían intentado cargarse a Connie Immerman y yo sabía que dispensarían el mismo trato a todo aquél que se interpusiera en su camino.Se dejaban caer por los salones de Harlem regentados por gángsters y no paraban de seguirme para adquirir grandes cantidades de hierba al por mayor. No tardé en recibir visitas a diario de los chicos de Dutch Schultz y de Vincent “Babyface” Coll. A medida que pasaban los días se fueron volviendo menos educados. Sus voces se fueron endureciendo y sus demandas se fueron haciendo cada vez más insistentes.

Advierto que no quiero culpar a nadie de lo que me pasó a continuación. La gente no suele meterse en líos a no ser que de algún modo los ande buscando, por muy víctimas inocentes que parezcan desde fuera. Ahí estaba yo, embotado musicalmente, casi abandonado por los músicos blancos y con mi ídolo Louis también lejos; abrumado por sentimientos de inferioridad porque no hacía música; preocupado ante la perspectiva de seguir pasando marihuana el resto de mis días; con miedo a que los gángsters me forzaran a convertirme en traficante de manera que me vería atrapado en una trampa de la que nunca podría escapar.  Como se puede ver, estaba listo para cualquier cosa… Pero, tal y como sucedieron las cosas, no caí en el rollo del opio por mi cuenta. Fue justo por aquel entonces cuando un par de viejos conocidos del centro de la ciudad empezaron a darme el coñazo con el opio. Lo habían probado un par de veces en Chicago y querían volver a hacerlo simplemente por el morbo.  Se imaginaron que, probablemente, yo podía proporcionarles un contacto en Harlem. Sólo para complacerles les dije que me ocuparía del asunto y, acto seguido, me olvidé. En la época de Detroit, la Banda Púrpura me había dejado un cierto complejo con aquella sustancia, y ya no le veía la gracia.

Entonces, un día, cuando salía del Rhythm Club, me paró un tipo que se presentó como el batería Frankie Ward y me dijo que quería un poco de hierba. Nos metimos en el callejón a prendernos un canuto y me soltó:

–¿Has fumado opio alguna vez, Mezz? No tiene ni punto de comparación con esto.

Así me enteré de que Frankie era un opiómano. No volví a pensar en ello hasta que mis amigos volvieron a fastidiarme con que les buscara un contacto para pillar opio en el barrio. Volví a cruzarme con Frankie y le pregunté por el tema. Me agarró del brazo y me condujo hasta “Beale Street” que es la 133, entre la Quinta y Lenox, la manzana más peliaguda de Harlem. Allí me presentó al tío que le pasaba el opio, un viejo fumeta que se llamaba Mike. Frankie le dijo a aquel hombre que yo era de fiar, amigo de Pops, y lo arregló de manera que yo pudiera pillar cuando quisiera.

Durante los dos meses siguientes fui a ver a Mike un par de veces y pillé opio suficiente para satisfacer a mis colegas. Mi mujer se había ido unas semanas al Oeste a visitar a unos amigos y los chicos pudieron venir a mi casa a fumarse toda la mercancía. Mike se mudó a la Octava Avenida al conseguir un curro de conserje en un viejo bloque de apartamentos. Allí volví a encontrármelo.Una noche me invitó a pasar un rato con él. Me enteré de que Mike se había iniciado en el opio a los dieciséis años (en aquellos tiempos prácticamente podías adquirirlo en la tienda de golosinas de la esquina) y llevaba enganchado treinta y cinco largos años.

–¿Cuánto tardaste en hacerte adicto? –le pregunté.

–Oh, sesenta días, o algo menos –me respondió–. Depende de lo fuerte que sea la mierda y la frecuencia con que te la metas.

Aceptó que mis colegas se pasaran por su casa para fumar con él de vez en cuando. Yo también regresé, dos, tres, cuatro veces, no recuerdo exactamente cuántas. Me decía a mí mismo que me limitaría a observar, dar apenas unas caladas, sin regresar a menudo: de ese modo no correría peligro. Si uno actuaba con inteligencia era imposible quedarse enganchado. 

Volví una y otra y otra vez más. No dejé de actuar con cuidado, de jugar sobre seguro. Hasta que una buena mañana me levanté y enseguida todas mis neurosis se pusieron a hervir y me sentí mezquino y amargado. Mi boca estaba más seca que el algodón y no podía parar de bostezar. Sentía el estómago derrumbado y tenía los ojos tan húmedos que apenas podía ver. Llegué a pensar que había pillado una pulmonía. Sentía una urgente necesidad de algo, pero no podía decir de qué. Las manos me temblaban terriblemente. Me había convertido en un miserable manojo de picores y ansiedad. Mis nervios estiraban sus dedos clamando por una limosna.

Entonces me di cuenta de cuál era el problema. Me moría de ganas, tenía la terrible necesidad de fumar opio. Y tenía que ser ya, nada podría detenerme. Era una obsesión que se impuso sobre cualquier otra idea que pudiera tener en la cabeza. Iba a conseguir opio enseguida y si alguien trataba de detenerme no dudaría en degollarle. Ninguna otra cosa importaba. Estaba enganchado.


INTRODUCCIÓN: EL FIN DEL RACISMO, POR BARRY GIFFORD

Cuando era pequeño, uno de mis lugares favoritos de Chicago era el Riverview, el gigantesco parque de atracciones de la parte norte de la ciudad. El Riverview, que durante los años cincuenta se conocía como el Parque Polio por la enfermedad
contagiosa que marcó la década, tenía docenas de atracciones, incluidas algunas de las montañas rusas más rápidas y terroríficas jamás diseñadas. Entre ellas se encontraban El Rayo Plateado, El Cometa, El Ratón Salvaje, El Giro Volador y El Trineo. De entre todas, mi favorita era El Giro Volador, una atracción sin asiento que duraba unos treinta segundos y obligaba a los pasajeros a reclinarse sobre los demás ocupantes de cada coche. El Giro no funcionaba sobre raíles sino por una serie de curvas tortuosas y empinadas, semejantes a las de los canales cortados a pico del bobsleigh, que nunca fallaban a la hora de imprimirte la sensación de que en cualquier momento ibas a salir catapultado por encima del grupo de árboles situado al oeste del aparcamiento. Para un chico bastante frenético como yo, no podía haber mayor emoción y entre los siete y los dieciséis años debí montarme más de mil veces en el Giro Volador.

El Trineo, no obstante, era la montaña rusa más aterradora del parque. No pasaba un año sin que muriesen o saliesen heridas unas cuantas personas de aquella atracción. Solía ocurrir cuando algún chico intentaba demostrar su valor poniéndose de pie en el momento en que el coche se lanzaba súbitamente hacia abajo a unos ciento sesenta kilómetros por hora. A los chavales les gustaba especular sobre el número de vidas que El Trineo se había cobrado a lo largo de los años.

Sólo conocí a uno que se jactara de haberse levantado en más de una ocasión de su asiento al alcanzar la cumbre de la primera colina y siguiera vivo para contarlo: Earl Weyerholz. Nunca dudé de Earl Weyerholz porque una vez lo vi sumergir el brazo hasta el bíceps en un acuario con dos pirañas, sólo para recuperar el cuarto de dólar que Bobby DiMarco había dejado caer en su interior con la intención de retarlo. Earl tenía por entonces once años. Falleció en 1958, a los catorce, a causa de las más de doscientas picaduras de abeja que sufrió en un campamento de verano de Wisconsin. Nunca pude explicarme el cómo ni el porqué de tantas picaduras. Supuse que alguien le habría apostado un dólar, o algo así, a que no se atrevía a meter los brazos en una colmena.

La Lanzadera era también muy popular en el Riverview. Los pasajeros iban en unas barcas que se deslizaban a una velocidad de vértigo hacia una piscina y todo el mundo salía calado hasta los huesos. Aunque la verdad es que a mí, La Lanzadera, nunca me atrajo mucho; no le encontraba la gracia a mojarse sin motivo. Otra que no me entusiasmaba demasiado era El Paracaídas. Caer al suelo desde una altura considerable sentado en una estrecha tabla de madera con sólo una ridícula barra de metal a la que poder agarrarte no era mi idea de pasárselo bien. Es más, el mero hecho de pensarlo me ponía los pelos de punta; ni siquiera me gustaba mirar a los demás.

Sin embargo, no creo que mi negativa a montarme en El Paracaídas signifique que fuese acrofóbico ya que por aquella época era extremadamente aficionado a subirme a los tejados de los garajes por las cañerías de los callejones y a ir saltando de un tejado a otro. Simplemente me parecía una locura someterse al tormento del Paracaídas, del mismo modo que al Rotor, un artilugio circular que giraba a tal velocidad que, cuando retiraban el suelo, los que se subían quedaban aplastados contra las paredes por la fuerza centrífuga. Tanto El Paracaídas como El Rotor convocaban siempre larguísimas colas de gente que esperaba ser exquisitamente torturada.

A mis amigos y a mí lo que más nos gustaba del Riverview era el Pon al Negrata en Remojo. Así era al menos como nosotros llamábamos a la atracción que consistía en lanzar una pelota de béisbol a una diana puesta en una palanca que, al recibir el impacto, accionaba el mecanismo del asiento de la jaula haciendo que el hombre que estaba allí dentro se zambullera en un tanque de agua de un metro y medio de profundidad. Todos los tíos que trabajaban en el interior de las jaulas eran negros y odiaban vernos aparecer. Entre los trece y los dieciséis años, mis amigos y yo nos dedicamos a aterrorizar a aquellos tipos. Se suponía que tenían que mofarse del tirador, reírse de él o de ella y conseguir que siguiera gastándose sus monedas de veinticinco centavos, una por cada tres bolas. La mayoría de los que participaban en este juego se podían dar con un canto en los dientes si lograban golpear la diana con la fuerza suficiente para hundir al payaso una vez de cada seis intentos; pero mis colegas y yo nos convertimos en auténticos expertos. Nos gastábamos unos diez dólares en proyectiles y hacíamos caer a aquellos tipos sin parar. Por supuesto, nos odiaban a muerte. “Pequeños hijos de puta, ¿no tenéis otro sitio adonde ir?”, gritaban. “¡Maldito niño blancucho hijo de puta, en el descanso te voy a patear el culo!”.

Nosotros nos reíamos y continuábamos lanzando pelotazos a la palanca. Mi colega Big Steve era la estrella del Pon al Negrata en Remojo; un auténtico as porque lanzaba con más fuerza que nadie y su brazo nunca se cansaba. “¡Gordo blanquito hijoputa!”, le gritaba uno de los negros al zambullirse por quinta vez consecutiva.“Deja de quejarte”, le respondía Steve. “¿En qué otro sitio vas a conseguir un baño gratis?”.

Ninguno de nosotros pensaba demasiado en el hecho de que el trabajo de mofarse y hundirse estuviese a medio escalón por debajo del de cretino de carnaval o a uno entero del de lavacoches. Nunca se nos pasó por la cabeza, hace ya más de medio siglo, el motivo por el que todos los tíos de las plataformas fuesen negros, ni la idea de que nos estuviésemos comportando como perfectos racistas. Racistas involuntarios, en cualquier caso; al fin y al cabo, no éramos más que unos críos, productos ignorantes e insensatos del Chicago blanco de los años cincuenta.

Una tarde de verano de 1963, el año que cumplí dieciséis, mis amigos y yo llegamos al Riverview y fuimos directos al Pon al Negrata en Remojo. Nos quedamos de piedra al ver a un tío blanco sentado en una de las plataformas. Nadie dijo nada pero todos nos quedamos mirándolo. Big Steve compró unas cuantas bolas y empezó a ¡ arrojárselas a una de las dianas con negro. “¿Qué pasa, paliducho?”, le gritó el tío.“¿No quieres darle a uno de los tuyos?”.


No recuerdo si aquel día compré alguna pelota, pero sí sé que fue la última vez que entré en aquella barraca. De hecho, ésa fue una de las últimas veces que me pasé por el Riverview, ya que a principios del año siguiente nos fuimos de Chicago y, no mucho después, Riverview fue derribado. No sé qué pensarán ahora Big Steve o cualquiera de los viejos amigos que jugaron en aquel entonces conmigo al Pon al Negrata en Remojo, ni siquiera sé si se habrán parado alguna vez a pensarlo. Las cosas eran así, sin más.


Mezz Mezzrow vivía en mi barrio, en la parte norte de Chicago. Su padre tenía un drugstore, también el mío. Y como mi padre, llegó a convertirse en un conocido contrabandista. Supongo que debió descubrir la iniquidad del racismo de forma muy parecida a la mía. Mezzrow fue quizá mejor traficante de marihuana que músico de jazz, pero comprendió tanto la música como la raza que la engendró. El saxofonista Bud Freeman, que conoció a Mezz en Chicago en los años veinte y que estuvo implicado en su intento de organizar la primera banda mixta de Nueva York allá por 1930 (antes de que John Hammond triunfara en la misma empresa), dijo: “Mezz era un ser humano muy fuerte y sabía cosas sobre la gente de color, su modo de pensar y su música, que muy pocos blancos sabían”. De hecho, cuando pasó dos años en Riker’s Island por vender marihuana, Mezz insistió en que lo clasificaran como recluso negro y consideró un gran honor alojarse en la sección negra de la prisión.

El hecho de que Mezzrow se casara con una negra y tuviera un hijo con ella puede parecer algo no muy reseñable en 1990, pero haberlo hecho hace más de medio siglo y haber vivido en Harlem, en lo que Jack Kerouac llamó “La Gran Acera Negro- Americana del Mundo”, era escupir directamente a la cara del diablo. Mezz tradujo su experiencia para jóvenes de los cuarenta y los cincuenta como Kerouac, Allen Ginsberg, Neal Cassady y John Clellon Holmes, e inspiró no sólo sus vidas sino también sus obras; un legado de un valor incalculable. Compré mi ejemplar de Really the Blues en 1967, por diez centavos, en una librería de viejo de la calle Clement en San Francisco. Todavía merece la pena leerlo, no sólo por la historia, sino por el punto de vista. La perspectiva es un animalillo que se arrastra solitario por la jungla de la noche. Pero, tarde o temprano, como bien sabía Mezz, no le quedaría otra que acercarse al arroyo, inclinar la cabeza y beber, como los demás animales.

Barry Gifford
Berkeley, 1990

Barry Gifford, que nació en Chicago y trabajó como músico, es el autor de las novelas Corazón Salvaje, Puerto Trópico, Perdita Durango, Gente Nocturna, Baby Cat-Face, El padre fantasma, El asunto de Sinaloa, Wyoming y Una Puerta al Río. También es co-autor, con Lawrence Lee, de El libro de Jack: una biografía oral de Jack Kerouac.

Más información sobre el libro: http://acuarelalibros.blogspot.com/2010/04/reallyblues html


   
   
© 1946 Mezz Mezzrow, de la edición original
©1990 Barry Gifford, de la introducción
© 2010 Javier Lucini, de la traducción al castellano
© 2009 Acuarela & A. Machado, de la edición en castellano