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..: LAURENT DE WILDE: MONK

   
 

 


Monk
Autores:
Laurent de Wilde
Edita: Alba Editorial
Colección: Trayectos
Traducción: Elena Vilallonga y Víctor Obiols
ISBN: 978-84-8428-347-8
http://www.albaeditorial.es

Texto reproducido con el permiso de Alba Editorial


   

CAPÍTULO 8
SAXOS

Si existe un instrumento en la actualidad que encarne lo que es el jazz, es el saxo (lo cual no deja de ser curioso, pues la batería es el único instrumento que se inventó específicamente para esta música, pero eso es otra historia). La epopeya de este instrumento fue celebrada recientemente con ocasión del 150 aniversario de su nacimiento, por lo que me ahorraré explicaciones. Sin embargo, creo necesario dar un pequeño rodeo para subrayar su importancia durante la época en que Monk irrumpe en la historia del jazz. A mediados de los años cuarenta los cuatro instrumentos de viento reconocidos son el clarinete, el trombón, la trompeta y el saxo. El clarinete había sido la estrella incontestable del jazz, reconocido a partir de aquel momento como «clásico» y, a pesar de su color y expresividad excepcionales, en la época del bebop aparece como emblema de una música ya superada. El clarinete, pues, queda eliminado. El trombón, con una tesitura magnífica, es un instrumento de difícil manejo en sus extremidades graves o agudas, así como en los tempos rápidos y, pese a algunos solistas fuera de serie, quedará siempre, por razones técnicas, relegado a un segundo plano ante el éxito popular de los dos héroes del bop: la trompeta y el saxo.

La trompeta no tiene una tesitura amplia, pero domina los agudos, y esto le basta para llevarse la mejor parte del pastel. Su cualidad restallante, su velocidad, su brillo o su amortiguación, según si flirtea o no con una sordina, la convierten, en boca de Dizzy Gillespie, Howard McGhee o Fats Navarro, en un elemento indispensable del jazz de la época. Nos queda el saxo.

Su aprendizaje no es difícil. Permite el paso de los graves a los agudos con una facilidad pasmosa. La soltura de la digitación permite al músico la creación de fraseos fluidos y extremadamente rápidos. Y, sobre todo, es un instrumento de lengüeta, contrariamente a la trompeta, cuya boquilla exige un control físico muy superior de los labios, de la columna de aire, del diafragma y de los abdominales. Asimismo es un instrumento sobre el que cada nota corresponde a una posición de las manos, mientras que la trompeta, con sólo una digitación, puede expresar media docena de notas diferentes, que son producidas mediante el control apropiado del soplido.

Al final de la Segunda Guerra Mundial los clubs de jazz estaban obligados a pagar una tasa suplementaria si programaban música bailable o cantantes, por lo que las grandes orquestas, progresivamente, iban dejando paso a conjuntos menos numerosos, las formaciones de combate de los boppers. De ahí el origen del grupo típico: sección rítmica (piano, bajo, batería), más solistas, es decir, saxo y trompeta. Ahora bien, agravemos los problemas financieros e imaginemos un club o un organizador de giras que sólo puede pagar cuatro músicos en vez de cinco, como ocurrirá cada vez con más frecuencia. La sección rítmica permanece intacta, pues amputar un miembro desvirtuaría el propio estilo del jazz de la época, por lo que queda a elegir entre el saxo y la trompeta. Sólo hay un problema: es prácticamente imposible que un trompetista pueda aguantar de solista durante tres o cuatro pases seguidos sin lastimarse los labios. Incluso en la actualidad, rara vez vemos formaciones de cuarteto sin el sostén indispensable de un saxo que permita al trompetista descansar un rato. El saxo, que es un instrumento de sonido más aterciopelado y menos duro de escuchar que la trompeta, pasa a ser, por todas estas razones (y algunas más), el rey del jazz moderno.

Monk también seguirá esta regla, y toda su vida se rodeará de saxofonistas, una especie primordial y necesaria, que vendrá a enriquecer su música hasta la saciedad. O sería más exacto decir a enriquecerse ellos. Pues los solistas que en un momento u otro se encuentran en su grupo están ahí como si fueran a la escuela; y cuestionar la autoridad de Monk en su propio grupo sería como intentar hacer volar en añicos el Elíseo con un petardo de feria. Los músicos empiezan a tomar por costumbre ir a casa de Monk a tocar y aprender. De hecho, ¿acaso no luce un anillo donde se puede leer MONK, que al revés se lee KNOW («saber»)? A nadie se le ocurre poner en duda su autoridad o sus conocimientos, Monk es un maestro, y punto. Y en este sentido sus encuentros con saxofonistas serán fecundos, porque los fuerza a redefinir su manera de tocar, a repensar su enfoque, a encajar en su molde reducido y genial. Escuchar Monk interpretado por otro es siempre una experiencia refrescante porque arroja luz, como se ha dicho, sobre la extrema especificidad de su toque de piano. Monk se inventa un mundo que sólo él expresa naturalmente, sin esfuerzo. Los demás solistas, en su mayoría, deberán alcanzar el equivalente a un cuatrocientos metros valla para intentar interpretar en determinadas composiciones monkianas una idea original que no suene falsa.

Un solo hombre será la excepción a este juramento de fidelidad del solista a Monk: el maestro de maestros, aquel que, como Louis Armstrong para la trompeta, elevó el saxo al rango de solista total, y que le dio sus primeras cartas de nobleza: Coleman Hawkins, alias «the Bean». De la cloaca de las lengüetas, del charco de las cañas, llega el croar de una gran voz humana. Hay que decir que Bean es un Antiguo. Monk era casi barbilampiño cuando grabó, en 1939, su versión definitiva de «Body and Soul», que fue, por cierto, una de las superventas de la historia del jazz de la época. Hawkins, el maestro del saxo tenor, un sonido inolvidable, un fraseo sutil, viril, luminoso.

Y fue también el primero que contrató a Monk como músico de estudio. En 1944 se edita una grabación titulada Bean and the Boys, con cuatro temas: «Flyin’Hawk», «Driftin’on a Reed», «On the Bean» y «Recollections». Monk ejecuta en esta ocasión un solo de dieciséis compases (fiel al formato muy breve en vigor en la época) que no deja ninguna duda sobre por qué el gran Hawk lo ha fichado para su orquesta. Se adivina un pianista original y decidido, la semilla de algo único. Es necesario recordar que el saxofonista es uno de los pocos músicos de la gran época del jazz «clásico» –lo encontramos justo al lado, entre otros, de Louis Armstrong en la orquesta de Fletcher Henderson– que tuvo una actitud activa y atenta hacia los jóvenes leones del bebop, esos que estaban decididos a redefinir las reglas del juego. Grabará temas con Dizzy Gillespie, Max Roach, Fats Navarro o Milt Jackson, algo que muestra su deseo de modernizar el fraseo, de abrir horizontes y de aprender de esta nueva generación todo lo que la vieja ya no puede aportarle.

Después de esta grabación que lo desvirgó ante el mundo del disco, Monk formó parte de manera más o menos regular de la orquesta de Bean, tocó con él en la calle Cincuenta y dos, y le acompañó en una gira por Estados Unidos con ocasión de los primeros Jazz at the Philharmonic evocados anteriormente. De esta colaboración se puede conservar, entre otras cosas, el gusto compartido por los dos músicos por las frases arpegiadas, algo bastante raro en el piano «nuevo» de la época. Monk apoya a menudo sus solos sobre arpegios, es decir, sobre las notas que constituyen los acordes, desgranadas una detrás de otra, y no sobre las famosas gamas y frases del bebop que hacen irrupción en ese momento en la improvisación. Parece, pues, que asienta su estilo en una tradición común a sus predecesores, para desarrollarlo en una dirección sólo por él conocida. Juraría que este «color Monk» que se adivina en el joven pianista de veintiséis años, por su extraña autoridad melódica, desconcertó tanto a Bean como a los boppers. Hawkins se encuentra en terreno conocido con Monk, el de la voz que canta, del dedo que señala, con los pies bien arraigados. Las gamas no pintan nada aquí, no es más que una cuestión de convicción compartida con los otros músicos, mezclando edades y estilos...

Y además Monk tiene la innegable satisfacción de saberse comprometido, reconocido y apreciado por una de las figuras legendarias del jazz. ¿Acaso esta experiencia desempeñó un papel en la obstinación de Thelonious por hacer su propia música y no la de los demás? Es difícil de saber. Pero me cuesta creer que cuando se es joven y se toca en la orquesta de uno de los músicos más grandes de la época, uno no sienta una especie de confirmación de su propio valor y de lo bien fundado de sus juicios estéticos.

El tiempo pasa. Trece años más tarde, en 1957, Thelonious goza del éxito que ya sabemos. Es la gloria. Está en camino de convertirse en una de las voces reconocidas del jazz moderno. Puede permitirse lo que quiera, a partir de aquel momento ya tiene un público. ¿Qué hace? Llama al viejo Bean y le devuelve el capote. Ven a grabar algo en mi disco, así cambias un poco de aires. No hay nada que obligue a Thelonious a recurrir, para Monk’s Music (Riverside, 1957), a los servicios de este vejestorio que más de uno, en la época, habría juzgado anticuado y fuera de lugar. Pero, para empezar, Hawk no es ni mucho menos, como podría pensarse, un carroza. Demuestra una vez más, si es que era necesario, que las baladas no tienen secretos para él. Y, además, ¿no es una idea genial poner codo con codo, en el estudio, a Hawkins y a Coltrane? Lo antiguo y lo nuevo, los dos al servicio de la música intemporal, eterna, de Thelonious.

Los afortunados que hayan adquirido la edición integral de Riverside (cuatro cajas de cedés, todo Monk entre 1955 y 1961) podrán encontrar en su interior un texto excelente, ya mencionado, en el que Keepnews hace una relación, sesión por sesión, de la grabación de todos los discos que Monk hizo para él. ¡Precioso! ¡Instructivo! El productor cuenta, concretamente, que cuando planteó la idea de Monk’s Music con Thelonious, le propuso a varios saxofonistas que el pianista rechazó con firmeza, para sugerir a su vez Coleman Hawkins, Gigi Gryce y John Coltrane. El pasado, el presente y el futuro. ¡Ningún productor de jazz, a menos que sea tan auténticamente genial como el artista que está produciendo, hubiera tenido jamás una idea tan descabellada y acertada a la vez! ¡Ello demuestra una vez más la seguridad de la intuición musical de Monk! Sabe lo que es bueno, lo que sonará justo y encajará con su música. Keepnews explica también que Thelonious se había quedado en vela varios días seguidos para preparar esta sesión, y que se había presentado en el estudio con una puntualidad cuando menos inhabitual. Ello demuestra su implicación en la grabación, y la preocupación que le suscitó un proyecto tan ambicioso como éste.

También observo en ello una señal del respeto afectuoso que Monk sentía por su antiguo mentor. Este afecto se lo profesará hasta el fin de su vida. Tal y como atestigua Tootie, cada semana, religiosamente, su padre y él iban a visitar al viejo Cuervo, que lucía por entonces una larga barba, y a quien la historia del jazz había enterrado prematuramente. En un momento en el que ya no era solicitado en Nueva York, seguro que saboreó plenamente, en el declive de su vida, la calidad y la elegancia de la fidelidad de Thelonious.

Otro saxofonista que se desmarca ligeramente de la regla de juramento de fidelidad al maestro es Sonny Rollins. Podemos empezar haciendo trampa anticipando que Rollins es un heredero directo de Hawkins. Pero eso no lo explica todo. Existe un hecho destacable que tiene una importancia capital: el joven saxofonista (no olvidemos que tiene doce años menos que Thelonious), apodado Newk, es uno de los poquísimos músicos que llamó a Monk como acompañante. ¡Hace falta valor, admiración y una comprensión muy íntima de la música del pianista para decidir invitarlo a su propia sesión de grabación! No hay demasiados que se atrevan, podemos observarlo aquí:

Charlie Parker
Dizzy Gillespie

Bird and Diz (Vogue, 1950)

Thelonious Monk (piano) Curly Russel (contrabajo) Buddy Rich (batería)

Miles Davis

Bag’s Groove (Prestige, 1954)

Thelonious Monk (piano) Milt Jackson (vibráfono) Percy Heath (contrabajo) Kenny Clarke (batería)

Gigi Gryce

Nica’s Tempo (Savoy, 1955)

Thelonious Monk (piano) Percy Heath (contrabajo) Art Blakey (batería)

Art Blakey

Art Blakey’s Jazz Messengers with Thelonious Monk (Atlantic, 1957)

Bill Hardman (trompeta) Spanky De Brest (contrabajo)

Clark Terry

In Orbit (Riverside, 1958)

Thelonious Monk (piano) Sam Jones (contrabajo) Philly Joe Jones (batería)

Súmese a Rollins, y la lista está completa. En un momento en que todos tocan con todos, en que el jazz vive uno de los períodos de promiscuidad más intensos y que las discografías de sus colegas ocupan varias páginas, Monk graba como acompañante sólo para seis grupos.

¿Y por qué no contratarán a Monk como acompañante? Toca bien, ¿no es cierto? Muchos músicos incluso lo consideran un genio, un tipo extraordinario. Acordes estimulantes, un tempo interior impecable. El hermano mayor de Bud Powell, el compadre de Dizzy y de Bird, lo ha visto todo; en 1954 ya tiene un oficio apabullante... ¿Entonces? Está bien escucharlo, pero tenerlo en la banda, es otra cosa... Porque Monk toca Monk, punto y aparte. Puede tocar de todo, pero sólo como Monk. No toca como Al Haig, Bud, Tadd Dameron o Teddy Wilson. Y lo que toca es potente, tan potente que descabalga al solista si éste no está bien asentado en su silla. Si tocas un instrumento de viento y tienes a Monk detrás, es como si tuvieras el diablo en persona pinchándote el trasero con una horca. Desconcentra o te da alas, a escoger. Miles preferirá que Monk no toque por detrás en sus solos cuando grabaron su único disco conjunto (Bag’s Groove, Prestige, 1954). Se comprende perfectamente: no siempre apetece tener una pareja de baile tan enjundiosa, sobre todo cuando uno se llama Miles y tiene una concepción del ritmo, del espacio, de los colores tan opuesta a la de Monk.

Pero esto a Rollins no le asusta. Al contrario, le inspira. Incluso diría que es el único saxofonista que ha sabido apoyarse en el pianista cuando desarrollaba una improvisación. Ahí donde todos temían la intervención intempestiva de Monk y de su famoso piano preparado (con clavos), él se ofrece el lujo supremo de anticiparse a los apuntes de Monk, de deslizarse entre ellos como si sorteara arrecifes y, a veces, cuando tiene ganas, no desdeña el hacer cabotaje a su alrededor. Uno acaba creyendo que los dos compinches a menudo oyen lo mismo en el mismo momento. Hay que decir que son compatriotas: los dos neoyorquinos, han mamado la misma música desde la cuna, es lo mismo que ocurre con Bud o Roach: en según qué aspectos, simplemente se entienden y no precisan explicarse. Entre los músicos de esta época empieza a haber gente de variada procedencia. Pero entre neoyorquinos las cosas se entienden de una manera particular, y ello crea un estilo. No es fácil de definir. Una especie de sentimiento aristocrático de ser de buena familia, de la familia «adecuada». Esto va acompañado de un sentido permanente de exigencia, de eclecticismo. De alguna forma subliman una síntesis de todo lo que se hace en Estados Unidos. La idea de concepto es importante para los neoyorquinos: Rollins, Monk, Roach, Bud; modernos y clásicos al mismo tiempo. Más intelectuales que cachondos. Eso explica la simpatía, incluso diría la empatía, inmediata entre Sonny y Thelonious.

La versión que hace el saxofonista de «Pannonica»(Brilliant Corners, 1956) es un soberbio ejemplo de ello. Sus dos voces se completan, se mezclan de manera sorprendente, tan seguras como imprevisibles. Un instinto excepcional compartido. Es como si al tocar juntos lo hicieran de memoria: Rollins acaba una frase en volutas sobre la nota que escoge Thelonious para dominar su acorde de acompañamiento. Esto no se prepara. Es como una telepatía cálida y rugosa, que se atropella, cantando de compás en compás. Esta manera que tiene Rollins de suspender una nota al paso y de picotearla una y otra vez está tan cerca de los acentos angulares de Monk que uno se pregunta quién acompaña a quién. Entonces, de golpe, con una escapada de un lirismo definitivo, termina, brutal, entre las manos del pianista, y da la medida completa de su complicidad. Es cautivador. Nunca anteriormente, ni incluso después, volveremos a encontrar este equilibrio autoritario que une a Monk con un saxofonista.

Indudablemente, esto es más impresionante cuando es Thelonious el que invita. Pues es en el recorrido que imponen sus composiciones (y no precisamente las más fáciles) donde podrá medirse la bella seguridad de fraseo de Rollins. Como se ha dicho antes, las piezas de Monk no permiten normalmente que el solista se regodee en lugares comunes. Y ahí, el saxofonista, no satisfecho con evitar estos escollos, se da el gustazo de pasearse a través de la música con una facilidad pasmosa... Rollins y Monk, efectivamente, comparten esta manera de ver las cosas desde arriba. Ni el uno ni el otro tienen prisa por destripar un tema. Respiran a su aire y sólo hablan cuando tienen algo que decir. Ambos tienen la perspectiva necesaria para divertirse con una dificultad, o para encontrar un atajo cuando hace falta. Para marcar sólo una nota del acorde con distraída ligereza. Para citar con amor un fragmento de melodía, abandonada en cuanto se revelaba. Monk y Rollins, dos seres hechos naturalmente el uno para el otro. Dos gigantes que, en vez de hacerse sombra, cohabitan en una música afectuosa y fecunda.

Thelonious es el primero en invitarlo oficialmente a grabar. Por aquel entonces estaba con Prestige, y solicita la colaboración de Sonny en tres números, en noviembre de 1953. La invitación se la devuelve en octubre de 1954, también en Prestige, con sólo dos versiones de temas estándar: «The Way You Look Tonight» y «I Want to Be Happy». Es imposible no admirar la suprema maestría del saxofonista, casi indiferente al acompañamiento de Monk (¿quién más podría permanecer indiferente? Es como tragarse una caja de agujas). Por su parte, Monk toca de forma absolutamente convincente, y se contenta con su papel de acompañante, con fervor pero con modestia. El lobo sólo sale del bosque para los solos, y ahí se oye al Gran Bandido de Monk, igual a sí mismo, y también a Rollins: un trabajo soberbio.

Y llega el momento de Brilliant Corners, en 1956, del que ya hemos hablado. Y seguidamente Rollins le pide a su amigo que toque, en abril de 1957, en Blue Note, con ocasión de un disco extraordinario, donde Thelonious comparte piano con Horace Silver y toca detrás del saxofonista en algunas de sus propias composiciones («Misterioso» y «Reflections»). Esta última pieza es particularmente impresionante por la manera que tienen los dos músicos de precipitarse ambos hacia el mismo punto, como si su telepatía se hubiera convertido en algo excesivo. Me pregunto incluso si no es la presencia de Art Blakey lo que enreda el reparto de juego.

Pues es justamente en esta ocasión cuando se les puede escuchar juntos, sólo en dos temas, y, en realidad, comparten un mismo espíritu que, a la vez, los aísla de sus contemporáneos; esta misma manera inmediata, casi brutal, de concebir la música; este mismo sentido milagroso de la oportunidad, de la frase definitiva; esta misma imagen del hombre como una roca, y del jazz como un río caudaloso que brota encauzado por la fuerza de su alma... Pero esta ínfima sesión del 14 de abril de 1957 es lo único que el coleccionista puede catar auditivamente si quiere escucharlos juntos. Extraño, ¿verdad? Uno se pregunta si no sería peligroso reunirlos en un estudio... Dos, vale, pero tres...; se corre el riesgo de estropearlo todo... Hay que escucharlos tocando blues en «Misterioso»... En escena, debía de hacer daño... Y sin duda dieron conciertos juntos...

Esta sesión, pues, fue la última que da cuenta de la íntima connivencia existente entre Monk y Rollins; uno no puede dejar de lamentarse de que no hubieran asociado su destino más a menudo en forma de disco; pero es así, e inevitablemente dejamos correr la imaginación...

Y entonces aparece Coltrane. La situación no tiene nada que ver con la anterior. Es algo muy breve (seis meses) y muy intenso. Muy, muy intenso. De hecho, con Coltrane siempre es intenso. En 1957 es el rival oficial de Rollins. Un año antes se grabó el famoso Tenor Madness, en el que los dos saxofonistas, con tiempo de blues, confrontaban sus energías, su saber, su futuro. Duelo de titanes. Nadie gana, excepto el oyente, por supuesto. Los dos están locos de atar. Uno de ellos se busca desde siempre, incansablemente, cambia de sonido, de aproximación, de estilo: Rollins. El otro está en ebullición, también en búsqueda de la música que habita en él y que todavía no consigue hacer aflorar del todo: Coltrane. Puede afirmarse que a Monk no le faltó criterio cuando pasó del uno al otro. Había puesto el ojo, sucesivamente, en dos grandes mentes de alto voltaje, que propulsaban su música por terrenos del más elevado interés. Sin embargo, así como Rollins nunca me había parecido tan libre, tan distendido como lo está en este contexto, Coltrane, en cambio, llega tortuoso, enfebrecido.

Desembarca procedente del grupo de Miles, que ya está en la cumbre desde hace algunos años. Abandona un quinteto sublime, con Red Garland al piano, Philly Joe Jones a la batería y Paul Chambers al contrabajo. El último coche de carreras de Miles. Una sección rítmica de ensueño. Casi habría que decir una tracción rítmica. Y Miles le deja el volante durante dos años: las baladas, magníficas, con gran soltura. Los tempos medios, bien asentados, un swing muy fino. Los tempos rápidos: cuadrados, musculosos como una espalda de boxeador. El ideal del género. Salvo que los excesos de heroína de Trane exasperan al trompetista, que se ha calmado en este aspecto, y que empieza a vislumbrar el éxito. No va a tolerar que la droga le arruine la vida una vez más. Por eso se deshace de Trane, el cual se va con Monk a sustituir a Rollins, quien, a su vez, aterriza en el grupo de Miles. Intercambio estándar.

Y a Trane lo único que le interesa es la música. Como dice Miles con acierto: estaba tan metido que hubiera tocado ante una chica desnuda sin siquiera verla. Es un espiritual, Coltrane, busca la salida por lo alto, es del género vertical. Y Monk actúa de detonante: el saxofonista se desengancha de la heroína, cold turkey, como dicen los americanos, es decir, de un día para otro. Pavo frío. Y se lanza de lleno a la música del pianista. De arriba abajo, de izquierda a derecha, del sótano al desván. Frenéticamente. Pasa por todo, hace limpieza a fondo. Toca cosas imposibles en el saxo, escritas para piano, como «Trinkle Tinkle». Lo rasga, lo hace trizas, lo reconstruye, después lo clava en la pared. Así, para mantener la mente ocupada y no pensar en aquello. O bien vuelve sobre el gran clásico de Monk y Kenny Clarke, «Epistrophy», que llevaba tocando hacía ya casi quince años en los clubs. Normalmente, desde hacía tiempo, el tema se tocaba de manera muy tranquila. Nadie, excepto el propio Monk, lo toca realmente tal y como lo escribió, es decir, subiendo o bajando medio tono cada dos tiempos. Es agotador, y por eso cogió la costumbre de tocar ocho compases en re bemol, ocho en mi bemol, y así sucesivamente, sin matarse. Sólo que Trane lo toca todo, todo el rato, a toda pastilla. Baja a la sala de máquinas para ver cómo funcionan esas composiciones. Desmonta el motor, pieza por pieza, y lo vuelve a montar, con las manos sucias de grasa. Coltrane baja a la mina. El casco, el pico y al tajo. Todos los días durante seis meses. Viaje al centro de la tierra: cada día un poco más lejos, regresa del gran pozo con tesoros insospechados.

Incluso a Monk lo deja fuera de juego: aparta, el sitio es mío. No hace falta tocar los acordes, ya los toco yo a mi manera. Y se arranca con sus famosas sheets of sound, tal como serán bautizadas en breve, estas láminas, o capas, de sonido que no tienen una definición rítmica propiamente dicha, que son sólo un impulso de un acorde a otro, una larga respiración que se eleva, se eleva enrollándose en sí misma, como la cuerda del faquir. Y Monk, por su silencio –se ha acostumbrado a acompañarlo muy poco–, deja que venga esta ola de fondo, la sigue con algún golpe de remo, y la deja explayarse, llevada por su propia proeza. Monk parturiento: da a luz, mediante sus composiciones complejas pero felices, esta música que Coltrane lleva dentro de él y que tan profundamente le atormenta. Como si las limitaciones que le impone al saxofonista fueran las mismas que lo despertaban a la libertad.

De este paso breve pero fecundo de Trane en el grupo de Monk existen afortunadamente algunas huellas discográficas. Tres sesiones de grabación de la época (abril, junio y julio de 1957), que son sencillamente..., ¡bah!, qué sentido tiene buscar adjetivos cuando basta con escuchar los temas. «Ruby, My Dear», «Trinkle Tinkle», «Well You Needn’t», «Nutty», «Monk’s Mood» y «Epistrophy» (cito únicamente aquellas en las que Coltrane improvisa con Monk). ¡Todos al refugio! ¡Cuántas versiones definitivas! Se acabó la entente emotiva y hermosa que había entre Rollins y Thelonious. Trane desposee literalmente al pianista de su música. Atraco a mano armada. Excepto, tal vez, en las baladas: «Ruby, My Dear» y «Monk’s Mood». El saxofonista toca como un digno hijo de Hawkins: ante todo, la melodía. Respeta estas baladas, las acaricia, y sólo despega hacia los arpegios cuando se lo permiten. ¡Bella prueba de amor! Tierna debilidad, la del matador, que renuncia a la ejecución, embrujado por la belleza de su víctima...

No era tarea fácil, legalmente, reunir a los dos músicos en un estudio de grabación, ya que Coltrane tenía un contrato por aquel entonces con Prestige, casa que Monk había abandonado tres años antes en las condiciones que ya sabemos. Así, cuando Keepnews llama a Bob Weinstock para que le «preste» uno de sus artistas, éste le dice: De acuerdo, pero a condición de que me dejes a Monk (que, naturalmente, empezaba a venderse bien). Y Monk quiere que Coltrane toque en su disco, pero ni hablar de volver a Prestige. Entonces se encuentran un poco como dos amantes, a la chita callando. Sus amores musicales darán hijos ilegítimos en el mundo del disco: una sesión de un solo tema, «Monk’s Mood», que reencontramos inciden-talmente en su álbum en solo Himself. Otra sesión con Hawkins y Gigi Gryce es Monk’s Music, pero el nombre de Coltrane no figura en la funda original. Discreto, discreto... Y finalmente, una última en cuarteto, editada en un sello submarino, Jazzland, que añadirá para la ocasión, en este álbum, pequeñas joyas de la sesión con Hawkins: aquellos temas en los que Coltrane es tan bueno que me pregunto si acaso Keepnews no se atrevió a sacarlos en Riverside, por miedo a llamar demasiado la atención...

Además, existe una cinta grabada en directo en el Five Spot por Naima Coltrane, de bastante mala calidad, y que ha salido recientemente en Blue Note. Pero qué importa la calidad cuando vemos cómo ocurrían realmente las cosas. Paradójicamente, Trane está menos agresivo que en el estudio, y parece que deja más espacio al piano de Thelonious, dando a entender que había mucho más entre ellos que la simple relación de maestro-alumno, de parturiento a recién nacido, y que existía una complicidad de músicos que, en el curso de aquellos seis meses, crecía en la medida del respeto que Monk guardaba a su solista. Y éste, llevado por el huracán de su devoción por la música, volverá al final del año con Miles para culminar una historia de amor y de ambición que había quedado inacabada. Y luego, una vez pasada esta página, despegará, siempre más cercano al sol, para cumplir el destino que todos conocemos.

Para dejar el puesto a Johnny Griffin. El viejo colega de 1948, el cuarto mosquetero del trío infernal Bud-Elmo-Monk. En 1957 está con Art Blakey y sus Jazz Messengers. Y justamente en mayo de este mismo año, Blakey invita para el sello en el que graba, Atlantic, a su viejo colega Thelonious. Es un cálido reencuentro el que se produce entre Monk y Griffin, que en esta ocasión brilla con luz propia. ¿Por qué extrañarse, pues, de que cuando se va Coltrane a fines de 1957 él es quien tome el relevo? Lo más curioso es que por una casualidad de los destinos y los encuentros, tengo la impresión de que Griffin constituye la combinación justa entre Newk y Trane. Tiene el sonido áspero, el lirismo tradicional e instintivo del primero y toda la fogosidad insatisfecha del segundo. La autoridad del oso y el furor del león. Johnny Griffin, The Little Giant.

También en este caso, como con Rollins, hay entre los dos músicos una amistad que los años no eclipsarán; vamos a reencontrar a Griffin en la gran orquesta que Monk montará para la gira europea de 1967. Pero donde Coltrane se muestra serio y minucioso, Griffin es claramente alegre. A él tampoco hay quien lo pare, pero sin duda es porque se divierte demasiado para pensar en abreviar sus intervenciones. Ama a Thelonious, y eso se siente cuando tocan. Le gusta recrearse en el interior de esas piezas que desafían su habilidad de improvisador.

Y lo que es más importante: con Griffin, Monk inaugurará la vía de los álbumes en vivo, que se sucederán en gran número hasta mucho después de la marcha del saxofonista. Pues de Thelonious no conocíamos hasta ahora más que lo que los productores de Blue Note, de Prestige o de Riverside nos habían dejado oír. Aunque los discos de Monk están constituidos en su mayoría por primeras o segundas tomas, no hay que olvidar que hay un trabajo de acabado, de corta y pega que sólo un oyente avisado puede percibir. El imposible «Brilliant Corners» con Rollins, recordémoslo, está formado por varios fragmentos de diferentes tomas, puesto que ninguna de ellas era suficientemente satisfactoria para figurar entera en el álbum. Semejante procedimiento podrá utilizarse también para las grabaciones en directo, puesto que se vuelven a encontrar fatalmente en una mesa de montaje antes del prensado del disco. Sin embargo, al ser la toma de sonido de menor calidad y debido también al hecho de que la presencia del público impide básicamente que ante un error flagrante el músico reclame una nueva toma, el ingeniero de sonido se ve obligado a actuar con mayor parquedad con las famosas tijeras curva-das con las que se corta la cinta magnética para pegar de nuevo los cabos. Estoy sinceramente compungido al defraudar a los neófitos informándoles de que no todos los discos están grabados en una sola toma. En la actualidad, gracias a las técnicas de montaje digital, ciertas obras clásicas comportan ¡más de trescientos cortes (o «pinchazos») en el espacio de una sola interpretación! El jazz no llega a estos extremos, pero tampoco se queda corto: una pequeña «intro» por aquí, un interludio por allá, y, en menos de nada, en el equivalente de una sesión se han efectuado media docena de toques de bisturí; es la auténtica cirugía plástica del mundo del disco. ¿La nariz del tema es demasiado prominente? Se recorta. ¿Falta un poco de nalga? Se añade. ¿Una oreja más grande que la otra? Se iguala. Hay que precisar, de todos modos, que esta técnica de montaje, asociada a la aparición de la grabación en soporte magnético, vivía en aquellos tiempos sus inicios, y se utilizaba, en el caso del Monk de los años cincuenta, con suma parquedad.

Resumiendo, y volviendo a Griffin, es él quien estrena la serie de álbumes «en directo». Actualmente, una grabación de este tipo se realiza de la siguiente manera: se escoge un club o una sala de conciertos donde la banda toque el mismo repertorio durante varios días seguidos, se trae un camión, se pone la cinta en marcha y luego se selecciona la mejor versión de cada tema, según los días, para hacer el disco. En aquella época sabían muy bien cómo retransmitir un concierto en directo; en la radio estaban acostumbrados a esto desde hacía años. Pero para grabar discos era un poco distinto. Norman Granz había lanzado la idea con sus Jazz at the Philharmonic después de la guerra, pero el procedimiento podía perfeccionarse, y el equipo costaba caro. Para hacer un disco de cuarenta minutos se solían plantar los micros durante toda una noche y la orquesta tocaba varias veces el mismo tema durante el pase, de manera que acababan obteniendo una toma correcta de cada tema. Rudimentario, bastante frustrante para el público, pero eficaz. Había nacido la gran época del live recording.

No olvidemos que hasta aquel momento había una gran diferencia entre la música que se escuchaba en disco y la que se podía ver en un club. No en términos de calidad, sino de duración. Y ello quiere decir muchas cosas. Volvamos un poco para atrás. Cuando Monk graba para Blue Note en 1947, existe un único formato comercial de disco: el famoso 78 revoluciones. Tres minutos para los de 25 cm o cuatro minutos y medio para los de 30 cm. Tres minutos. El tiempo de un asalto de boxeo. Al parecer, los boxeadores profesionales gozan de un grado de concentración intenso que dura sólo tres minutos; a partir de ahí, su espíritu empieza a relajarse. No son los únicos, en absoluto. El mundo entero está empaquetado en tres minutos. Todavía hoy las canciones de variedades duran aproximadamente tres minutos. No es que los discos sean demasiado cortos, un disco compacto puede durar una hora y dieciocho minutos. Es simplemente porque la mente de las personas tiene tendencia a dispersarse al cabo de esos famosos tres minutos. Y pueden ocurrir muchas cosas en ciento ochenta segundos. A partir de ahí se refunfuña un poco, se levanta uno para hacer algo, se empieza a pensar en las musarañas, y, por hache o por be, ya no se atiende a nada. Es pues durante estos tres minutos (a veces cuatro y medio) cuando vamos a escuchar todas las obras maestras del jazz hasta finales de los años cuarenta.

En realidad, este formato es perfecto para pequeñas orquestas de jazz. Una introducción (entre cinco y diez segundos), una exposición del tema (que puede llegar a un minuto en los tempos lentos), dos o tres solos (un minuto treinta como máximo), y todo el mundo a casa con el último tema (el tiempo restante). No hay tiempo de aburrirse con un formato como éste, hay un poco de todo para todo el mundo: melodías bonitas, solos buenos, bien presentados, un combinado de todos los instrumentos, ¿qué quiere la gente? Para Monk, es más de lo que necesita: enemigo desde siempre de la charlatanería, se acomoda sin problemas a las exigencias de rigor de un soporte semejante. Tiene tiempo de sobra para sorprender al oído más de una vez. ¡Más, sería demasiado!

Después, muy rápidamente, hace su aparición el microsurco. Columbia y Capitol patentan respectivamente el 33 revoluciones de diez pulgadas (25 cm) y el 45 revoluciones de 7 pulgadas (17 cm). Las duraciones de grabación se multiplican por cinco. Eso abre perspectivas importantes: se podrán grabar obras de música clásica de una sola tacada, sin estar obligado a cambiar el disco cada cuatro minutos y medio. En cuanto al jazz, se podrán proponer formatos más variados, solos más largos, aproximaciones más complejas. Principio elemental que no será jamás desmentido: nueva tecnología, nuevo jazz. Ahora, más que proponer pequeñas viñetas de música (un poco de saxo, un poco de trompeta, por aquí damas y caballeros, atención a la marcha), los nuevos formatos permitirán profundizar más y presentar una imagen del jazz más seria, más acabada. Desde mediados de los años cincuenta, no es raro oír temas de seis minutos, incluso de diez. Tomemos por ejemplo esta sesión que Miles Davis hizo para Prestige con Monk al piano, el día de Navidad de 1954. Primer tema: «Bag’s Groove», 11’06’’. ¡Once minutos y seis segundos! ¡Ni más ni menos! ¡Se lo toman con calma! Cada uno se toma su tiempo, ¿puedo tocar otra rueda, qué os parece? Por favor, querido amigo, es un placer para mí, muy amable. Unos años antes, en el mismo tiempo ¡ya estaríamos en el cuarto número!

Algunos artistas pensaron que la ocasión la pintaban calva, y en seguida sacaron partido de las nuevas posibilidades: Duke Ellington, Miles Davis, Horace Silver, etc. A Monk las nuevas tecnologías le importan un pimiento. Como su música ya tiene tres mil años, no serán algunos minutos de más lo que marcará la diferencia. Por eso, antes de 1957, salvo raras excepciones, se arregla alrededor de los cinco minutos, que le son perfectamente suficientes para decir lo que tiene que decir. De los veinte minutos suplementarios que le ofrece la invención del microsurco, en general no utiliza más que un minuto. Hay dos excepciones destacables: el «Just You, Just Me», de 1956, y sobre todo el inenarrable «Friday the 13th» con Rollins (Prestige, 1953), compuesto en un rincón de piano e inmediatamente grabada un viernes 13. Día especial, tema especial: esta pieza es la más larga jamás grabada por él hasta la fecha, 10’31’’, pero a la vez la más breve que jamás haya escrito. Una melodía de cuatro compases en bucle. Para improvisar: cuatro acordes sobre dos compases, también en bucle, naturalmente. Ad infinitum. Monk ilustra de esta manera la paradoja que encierra el hecho de que lo infinitamente grande está comprendido en lo infinitamente pequeño. Esto resuelve el problema de la duración de una forma inesperada, pero deslumbrante (además, imagino un día gafe, un viernes 13, exactamente así: un disco rayado que no llega a poder cambiarse nunca).

Todo ello para decir que Monk utiliza el «gran formato» muy raramente. Será a finales de 1956, para ser exactos, con la grabación del álbum Brilliant Corners, cuando el pianista se decide a desmelenarse en un álbum, con temas de 8’50’’ («Pannonica»), de 7’46’’ («Brilliant Corners») e incluso de 13’24’’ («Ba­lue Bolivar Ba-lues Are Ba-lue»). Preparado para zambullirse en el mundo interminable de la grabación en directo. Pero si hasta entonces los temas eran largos, es porque, salvo algunas excepciones, aplicaban reglas de ejecución simples pero rígidas: el tema, solos de estructura idéntica para cada uno de los solistas (una o dos ruedas de acordes), algunos diálogos eventuales con la batería, otra vez el tema, y se acabó. Y cuando los temas sobrepasaban los cinco minutos, era porque la rueda de solos era más larga que de costumbre. A pesar de todo seguimos en un formato que busca la concisión. ¡Pero todo cambia con el microsurco! La diferencia de duración entre el concierto radiofónico, el bolo en un club y el disco queda definitivamente abolida. ¡No puede detenerse el progreso! ¡El concierto en casa, el disco en el club, multimedia interactivo! ¡No se entiende nada!

Y una vez que ha saltado esta liebre, toda la familia sale de la madriguera. Pues, ¿qué diferencia de principio puede haber entre un álbum en directo y una grabación de estudio? ¿Se trataría de lo mismo? ¿Es la misma música? ¿La presencia de un público altera la manera de tocar de un músico? ¿O acaso el entorno del estudio permite ciertas cosas que el directo no permite? Para saberlo, habría que examinar con detalle estos dos tipos de grabación. Hagamos un poco de turismo y sigamos a Monk en el estudio.

Un productor toma la iniciativa. Se decide una fecha para grabar unos temas determinados. Se fija una hora y los músicos van llegando de forma desordenada con más o menos puntualidad. Entonces aparece Monk. Y la banda tocará temas que ya ha tocado o bien nuevas composiciones. Con Monk no se sabe nunca. Explica en dos o tres palabras el tema que quiere tocar, y a continuación lo ejecuta en el piano. El contrabajo, la batería y el saxo le siguen. ¿Hay que poner la cinta en marcha?, se pregunta el productor ¿Ha empezado la grabación sin que me haya enterado? ¿Ya está? ¿Podemos grabar? ¿Es una toma o un ensayo? De acuerdo, podemos empezar, un momento, rebobino... Mientras tanto el saxofonista reajusta la boquilla, prueba dos o tres frases, el contrabajista afina su instrumento y se apresta a tocar un pasaje un poco difícil del puente. Atención, se graba... Se graba el tema una primera vez, pero se detienen al cabo de ocho compases, pues Thelonious tiene una idea concreta sobre cómo debe desarrollarse la introducción que, visiblemente, no está clara para los otros músicos. Ah, de acuerdo, se toca dos veces la A del tema, muy bien, vamos allá. Atención, se graba... Tercera toma. No está mal. Un poco peor que la segunda, pero más claro el tema. ¿Hacemos otra? No, es suficiente, creo que ya lo tenemos. De acuerdo. ¿Cómo se llama la siguiente? Atención...

En el estudio, se entra progresivamente en la música, se puede jugar con el instrumento, buscar ideas antes de empezar a grabar (hay una versión en Riverside de un «Round Midnight» particularmente elocuente). De repente, se sabe que ha llegado el momento de grabar, pero se empieza con tranquilidad, sin prisas. Algo así como sacudir las almohadas antes de acostarse. En cambio, en directo no hay ocasión de prepararse, hay que darlo todo en el momento. Tres, cuatro. No importan las pequeñas imperfecciones, todos a una, tiene que sonar bien. También hay que desconfiar, porque si se toca ante un público muy entusiasta puede ser peligroso: uno se pone a cien, al límite, y ahí, si no se presta atención, puedes propasarte y entonces te estrellas...

Vemos, pues, que la simple actitud de un músico respecto a su música se ve modificada de la escena al estudio. En el caso de Monk, una vez más, no podemos afirmar que esto le afecte particularmente. Thelonious es un mastodonte. El mundo puede girar a su alrededor, que él no se mueve, pase lo que pase. Y sin embargo, es mediante la grabación en directo que encontrará un formato estándar, confortable, entre cinco y ocho minutos, liberado de las exigencias tiránicas del disco de 78 revoluciones. Se acabaron las pequeñas joyas de cuatro minutos aglutinadas en compilaciones asombrosas. Se acabaron los arreglos precisos y radicales, los semisolos, las combinaciones derecha-izquierda que te dejan atónito. El espacio recupera sus fueros. Solos enteros sin acompañamiento de piano. Desarrollos amplios sobre el teclado, con riffs o frases musicales machacadas una y otra vez...

En este momento Keepknews decide poner micros en la tarima del Five Spot e inaugura para Monk el sistema de grabaciones en vivo y en directo. Griffin está, pues, condenado a la grabación en directo. Pero es inmejorable para este formato. Y veo al pianista y al saxofonista un poco como en un cuadrilátero de boxeo: el sumo sacerdote del bebop contra el pequeño gigante. Hielo contra fuego, red contra tridente. Los gladiadores del jazz. De hecho, es incluso como una lucha libre a cuatro bandas, porque Roy Haynes y Ahmed Abdul-Malik no se chupan el dedo, todo lo contrario. Y todo el grupo se entrega para ver quién lleva el swing a las cotas más altas. Como si, pasado el Huracán Coltrane, que todo lo devasta a su paso, el grupo se esforzara para conjuntarse, rehacerse y recomponerse. Así durante todo el verano de 1958.

Precisemos finalmente que se había previsto una sesión de grabación en estudio con Griffin para febrero del mismo año. La catástrofe de aquella sesión fue, por así decirlo, ejemplar. Hay que observar que el único tema grabado, «Coming on the Hudson», es una de las composiciones más traicioneras que Monk haya escrito jamás: una melodía de cinco compases con un puente de tres compases y medio no era exactamente lo más convencional en la época. A pesar de la buena voluntad de Griffin, andaban todos perdidos. Para empeorar las cosas, Thelonious mismo se comía dos compases, siempre en el mismo sitio, en su solo. Los dioses de la música, más conocidos con el nombre de gremlins cuando impiden el buen desarrollo de una sesión, debieron de oponerse en masa a este proyecto: ni Blakey ni Rollins, que tenían que acudir ese día, dieron señales de vida, y el piano que tocaba Monk se derrumbó al quebrarse una de sus patas en la primera toma del primer tema que se grababa. Eso fue suficiente para Monk, que sabía leer los oráculos, y decidió irse a casa a dormir.

   
   
© 1996, Laurent de Wilde(de la obra original)
© 2007, Alba Editorial (de la edición en lengua castellana)
© 2007, Elena Vilallonga y Víctor Obiols (de la traducción)