KEITH JARRETT
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Comentario: Con una presentación
austera, elegante y marca de la casa, el sello alemán ECM se estrena
en el lanzamiento del formato DVD con esta primera producción, para
la que ha elegido a su artista fetiche, al más laureado y rentable
de todo su amplio catálogo. El pretexto: un concierto más (según rezan
los créditos, el nº 150) del pianista en la tierra del sol naciente.
No me detendré en exceso en la calidad de las imágenes y los aspectos
técnicos derivados, aunque sí creo oportuno comentar que, tanto la
realización –en la que se utilizan pocos planos pero muy expresivos–
como la elección del blanco y negro, redundan en una estética acorde
con la música y la personalidad de Jarrett, sobradamente registrada
en la filmación. El espíritu minimalista y zen que se respira desde
el primer fotograma refleja el buen hacer del equipo japonés encargado
de la tarea: una cuidada puesta en escena (ni siquiera el piano se
asienta sobre una alfombra que rompería con la parquedad decorativa)
y, en fin, pocos elementos pero bien combinados. Esa sobriedad –que
también acentúa el solipsismo de Jarrett y la magnitud de su talento–,
vela al espectador buena parte de esos elementos: tendremos que avanzar
bastante en el disfrute del DVD para advertir la presencia del público
o para contemplar en su totalidad el escenario. Hasta ese momento
de apertura podemos tener la sensación claustrofóbica de ver a Jarrett
en una suerte de laboratorio aséptico creado a la medida de su ego.
Entrando ya en materia, he de decir que comprendo a los eternos detractores
de Jarrett, pero, a pesar de mis reservas respecto a algunos aspectos
de su obra y trayectoria, nunca seré uno de ellos. Debido a su vasta
producción y a la pléyade de pianistas interesantes que aparecen y
desaparecen por la escena internacional es muy común, incluso entre
sus incondicionales, dejar a un lado a Jarrett durante largas temporadas.
En mi caso, la última y única vez que escuché un piano solo de Jarrett
en directo fue en el Festival de Jazz de Madrid de 1988. Con este
Tokyo Solo, me he reencontrado con muchas sensaciones de
aquel concierto y, ahuyentando mis temores, con una obra si cabe más
consumada, más redonda y en la que el pianista ha eliminado elementos
superfluos de su antigua verborrea sobre las teclas, metamorfosis
que puede observarse desde su nocturno y soberbio The Melody at
Night, With You. La concepción del concierto sigue siendo, como
aquella noche de 1988, la de un espectáculo de música clásica: dos
partes a modo de suite y las consabidas propinas de corte más popular.
En esas dos partes, que son el corpus central y el verdadero terreno
para la retórica imaginativa del estadounidense, éste se explaya dando
rienda suelta a su ascendencia musical. De hecho, sus guiños a toda
la música clásica, al barroco y al romanticismo (el corte “1a”, por
ejemplo, recoge toda la herencia posterior a Chopin), más que guiños
son en realidad la expresión de una opción personal dentro de la Third
Stream. Nos encontramos ante un artista que improvisa en directo
ideas propias de la órbita clásica: algo así como si Schumann improvisase
en vivo una de sus sonatas y, una vez registrada, se ocupase entonces
de escribirla sobre el papel pautado. Su esquema organizador también
sigue siendo el mismo de antaño: toma una idea y comienza a dar vueltas
en torno a ella hasta sentirse cómodo y entonces la explorara hasta
sacarle todo el jugo posible, exponiendo para tal empresa todo su
catálogo de recursos. Y, aunque esa estructura un tanto lineal y previsible
es evidente en algunos temas (especialmente en “2e”), todavía hay
lugar a la sorpresa. Sirva de botón de muestra el tema “1c”, en el
que se disfraza de un Cecil Taylor que, sin embargo, acaricia el piano,
para desembocar en una canción romántica conmovedora. En “2d” un comienzo
ultraminimalista en el que apenas se muestran notas sueltas para establecer
intervalos llevan a Jarrett a quedarse en blanco y provocar la sonrisa
y complicidad del público, al que contesta con una elegía de corte
americano sublime. Los tres standards de propina merecen elogios superlativos:
cada nota encierra una cápsula de sentimientos y ninguna es superflua.
En fin, me alegro de haber vencido la pereza de volver a escuchar
al maestro en solitario. Me ha gustado todavía más que entonces.
Quinito L. Mourelle
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