Dos semanas en Nueva York. Una crónica (muy) personal. Por Arturo Mora Rioja 1

Dos semanas en Nueva York. Una crónica (muy) personal. Por Arturo Mora Rioja

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Nueva York sabe a jazz. Ya no queda en pie ninguno de los míticos clubes de la calle 52, Harlem se ha convertido en un parque temático para turistas y el número de tiendas de discos ha descendido notablemente en los últimos años. Aun así uno no puede dejar de pensar en John Coltrane al pasear por Central Park West o entrar en la estación Grand Central, recordar a Miles Davis al contemplar la Juilliard School Of Music donde estudió (o, al menos, estuvo inscrito) o rememorar las melodías de Duke Ellington y Billy Strayhorn al tomar el A-Train.

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Dos semanas no dan para demasiado, especialmente si uno quiere visitar las atracciones principales de una ciudad inagotable. No obstante tuve la oportunidad de vivir una serie de experiencias jazzísticas que me gustaría compartir con nuestros lectores. Clave de fa, cuatro por cuatro, y con mucho swing: one, two, one, two, three, four…

 

29 de julio. Margaret Grebowicz (55 Bar)

Tras degustar por la mañana del domingo unos gospels de marcado sabor comercial con más turistas que feligreses, comencé mi peregrinaje jazzístico en el 55 Bar, diminuto local del West Village por cuyas tablas (las mismas que pisan los clientes; no hay escenario propiamente dicho) han desfilado nombres como Mike Stern o Hiram Bullock. La primera sesión, a las seis de la tarde, corría a cargo de Margaret Grebowicz, cantante de origen polaco que contaba con muy buena prensa. Seré sincero: mi interés se centraba en sus acompañantes, el guitarrista Ben Monder y el batería Mark Ferber.

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Tamaña fue mi sorpresa al ver llegar a Ben Monder guitarra, amplificador y pedales en mano tan solo quince minutos antes del comienzo del concierto y acompañado por el saxofonista Ole Mathiesen. El camarero le preguntó por Mark Ferber y Monder le respondió que no venía, que le sustituían por un saxofón. Diez minutos después de la hora de comienzo oficial, la cantante aún no había aparecido. Finalmente llegó, entregó las partituras a ambos instrumentistas y empezó a cantar ante el paciente público. Y yo que pensaba que estas cosas solo pasaban en Madrid.

Musicalmente se notó la poca preparación del show. La Grebowicz cantaba con los ojos cerrados y muy poca voz, como una especie de Astrud Gilberto desganada. Desafinó muchísimas notas y contó con la suerte de tener al lado a un crackcomo Ben Monder, que se encargó del ritmo, la armonía, la línea de bajo y la forma de los temas sin esfuerzo aparente. Mandó con decisión y supo contar una historia distinta en cada uno de sus solos. Mientras tanto Ole Mathiesen buscaba, con poca suerte, el momento de intervenir. El repertorio: temas de Jobim, algún estándar, pop y una mal parada versión de Pat Metheny.

Por fortuna acabé el día con una sonrisa tras ver un poco de música de Nueva Orleáns: la Creole Cooking Jazz Band abordando canciones poco conocidas en Arthur’s Tavern.

 

30 de julio. Pat Metheny Unity Band (Bergen PAC, Englewood – Nueva Jersey)

“Venimos de dar treinta conciertos en Europa. Hemos tocado con frío, con calor, bajo la lluvia, enfrente de cientos de italianos disparando sus cámaras con flash… Estar aquí al otro lado del río Hudson es como estar en casa”. Vaya, y yo que pensaba que a Pat Metheny donde más le gusta tocar es en Europa (eso dice cuando actúa por estos lares).

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Por fortuna ese comentario fue lo único desacertado de una noche memorable. Con Chris Potter a los saxos, Antonio Sánchez a la batería y el joven Ben Williams al contrabajo, Metheny presentaba su nueva Unity Band en Englewood, Nueva Jersey, a escasos cientos de metros del mítico estudio donde Rudy Van Gelder grabó tantas joyas en los años sesenta. Fue curioso constatar la diferencia entre el público local y el español. En contra de lo que cabría pensar, la audiencia americana fue más calurosa y espontánea de lo que suele ser el aficionado nacional, cada día más entregado a la observación silenciosa y al juicio intelectual post-concierto. Los espectadores de Englewood se movían rítmicamente según sentían la música; aplaudían en mitad de los temas si alguna frase les había llegado al corazón; ovacionaban al grupo en pie entre tema y tema, no solo al final del concierto; incluso vi signos de euforia más típicos de un espectáculo de heavy metal que de un show jazzístico. Por otro lado algunos asistentes demostraron una escasa falta de educación, entrando y saliendo continuamente del recinto y tirando vasos de plástico vacíos que rodaban entre las butacas del auditorio.

En lo musical cabe decir que a estas alturas el directo de la Unity Band supera con creces al CD, ya de por sí formidable. El grupo ha crecido como tal desde los primeros conciertos en Europa, solventando problemas, mostrando mayor conocimiento personal y llevando la música hacia nuevos niveles (los que desea el ultraperfeccionista Metheny). A pesar de que el guitarrista lleva la voz cantante la banda hizo honor a su nombre: los cuatro músicos aparecían en primer y segundo plano según lo requería la situación. Hubo solos para todos y la jerarquía fue menor que en casi todos los proyectos anteriores de Pat. No es de extrañar: Antonio Sánchez piensa con su mismo cerebro, Chris Potter se encuentra prácticamente a su nivel y Ben Williams cuenta con una insolencia juvenil muy bien medida.

El repertorio cubrió el disco casi por completo (faltó “Then And Now”, posiblemente el tema más flojo), incorporando guiños a los otros dos saxofonistas que grabaron anteriormente en trabajos de Pat Metheny: Michael Brecker (“Two Folk Songs: 1st”, de 80/81) y Ornette Coleman (“Police People”, de Song X. Twentieth Anniversary). Potter no salió mal parado en la obligada comparación con el primero, si bien Brecker era demasiado Brecker. Para hacer ameno un concierto de dos horas y media, Pat acometió dúos con sus compañeros: “All The Things You Are” con Potter, “(Go) Get It” con Sánchez y “Turnaround”, el más aplaudido, con un Ben Williams que está llamado a hacer cosas grandes en el mundo del jazz. Los cuatro estuvieron formidables, creando arte a raudales y disfrutando como niños. “Roof Dogs” y “Breakdealer”, las composiciones más espectaculares del disco, también lo fueron en directo.

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En este punto debo hacer mención al quinto elemento de la banda: el Orchestrion. El CD del mismo nombre ha sido uno de los proyectos más infravalorados en la carrera de un Metheny capaz de reinventar su forma de escribir pasados los cincuenta años de edad; de entregarse a las texturas y a las formas repetitivas más que a los largos desarrollos armónicos a los que nos tenía acostumbrados; de buscar ángulos interválicos más allá de sus melodías abrasileñadas de los años ochenta; de combinar una extensísima paleta de timbres acústicos para crear nuevas sonoridades imposibles de reproducir con un grupo de tamaño medio. El Orchestrion ha dado alas a un Pat Metheny consciente de sus posibilidades; en la pasada gira con Larry Grenadier y Bill Stewart ya amplió el rango expresivo del “instrumento”, y este verano lo está usando con finalidades puramente jazzísticas. Me explico: el Orchestrion de Englewood carecía de pianos, guitarras, marimbas, bajo y guitar-bots. En principio se trataba de una versión reducida con algunas percusiones, botellas sopladas, un xilófono y la adición de un acordeón. Pero en “Signals (Orchestrion Sketch)” el aparato no reproducía partes de una partitura previamente escrita. Todo lo que tocó el Orchestrión salió de la guitarra de Pat. Todo fue secuenciado yloopeado en el momento, con una precisión suprema. Resulta difícil entender que “Signals” llegase casi a los veinte minutos de interpretación sin acabar siendo monótono. La respuesta se encuentra en las funcionalidades del Orchestrion: Metheny no solo podía alterar el tempo en mitad del tema sin que la afinación del sistema se viera afectada; también podía cambiar en tiempo real la armonía, es decir, los acordes que estaban sonando. En los primeros conciertos en el Viejo Continente se pudo escuchar a Chris Potter algo perdido en su improvisación sobre “Signals”. Eso se debía a que Metheny variaba la armonía sobre la marcha y sin avisar, esperando que sus compañeros agudizaran su oído para saber en qué sección cordal se iban a adentrar en cada momento. Semanas de conciertos han dado su fruto: en Nueva Jersey los cuatro músicos y la orquesta mecánica sonaron como uno, dando cabida no solo a bellos solos, sino a un concepto global de improvisación. Si alguien tenía alguna duda acerca del papel del Orchestrion (muchos pensaban que se limitaba a reproducir música grabada), Metheny clarifica en actos, que no en palabras, que se trata, simplemente, de un instrumento con el que tocar jazz, de una extensión del músico que lo maneja. El Orchestrion es el sueño de muchos de los que lo critican y, sin duda, una mirada al futuro que ha llegado con demasiada antelación.

En cualquier caso el concierto fue todo un éxito con dos bises incluídos: “The Good Life” (también de Song X: Twentieth Anniversary) y el “Are You Going With Me?” que revolucionó el mundo de la guitarra en 1981 y que contó con la presencia de un Orchestrion que, esta vez sí, se sabía la partitura. Por cierto: es la primera vez que veo a Chris Potter usar la flauta travesera. Gracias a ella simuló el solo de sintetizador de Lyle Mays en la versión original del tema.

 

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1 de agosto. Porgy And Bess (Teatro Richard Rodgers)

Nunca había presenciado el Porgy And Bess de los hermanos Gershwin, ni en su versión operística ni en la de musical. Por suerte estaba en cartel en el Richard Rodgers Theatre, en Broadway.

Poco se puede comentar sobre la representación. La producción fue fabulosa, los cantantes y actores rayaron a un altísimo nivel y la emoción embargó a los presentes. A modo de musical con algunas voces de ópera, un libreto trufado de standards(“Summertime”, “It Ain’t Necessarily So”) fluyó con soltura. A destacar la actuación de los dos protagonistas, Alicia Hall Moran (esposa de Jason Moran) como Bess y Norm Lewis como Porgy.

Un truco para presenciar espectáculos de Broadway: no compren las entradas con antelación, preséntense en el teatro y charlen con el taquillero. No se imaginan los descuentos que pueden conseguir.

 

4 de agosto. Lou Donaldson Quartet (Jazz Standard)

Una de las “tareas” que me propuse llevar a cabo en mi viaje neoyorquino fue la de comprar algunos discos de Lou Donaldson. Tamaña fue mi sorpresa cuando vi que el veterano saxofonista actuaba en el Jazz Standard, un club bello y cómodo con una excelente atención al cliente. Donaldson se presentaba en cuarteto sin contrabajo, con órgano, guitarra y batería.

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“Hoy vamos a tocar jazz de verdad [straight ahead jazz]. Nada de fusión, nada de confusión, nada de Kenny G ni de Najee ni de Spyro Gyra”. Más claro el agua. A pesar de herir mi corazoncito fusionero, el bueno de Lou Donaldson dio una lección de jazz, bluesbebop y humor. Presentó un repertorio sencillo sobre el papel, pero abordado con un oficio y un lenguaje al alcance de muy pocos. Homenajeó a Louis Armstrong (interpretando “What A Wonderful World” e incluso permitiéndose cantar la frase final), criticó a Miles Davis (“vamos a hacer un tema de los que tocaba Miles antes de que dejara de hacer jazz. Lo siento, Miles” [se trataba de “Bye Bye Blackbird”]) y llenó el ambiente de ese sabor antiguo que manaba de su saxo alto. Especial mención para Pat Bianchi, un organista en alza.

Casualidades del destino: al final del set el grupo quiso fotografiarse con el también organista Reuben Wilson, que se acercó a verles, y me pidieron entrar al camerino para disparar la cámara. Les puse una condición: que también me fotografiaran con ellos.

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5 de agosto. Brian Blade & The Fellowship Band (Village Vanguard).

A diferencia del Jazz Standard, el Village Vanguard rezuma historia, pero el trato al cliente es más tosco. Total, siempre está lleno.

La ocasión servía en bandeja a uno de los grupos más respetados por los músicos de jazz: la Brian Blade Fellowship Band. Si ver al batería sonriendo, emocionándose y sin dejar de inventar ya vale un concierto por sí solo, escuchar el jazz de cámara del grupo es toda una delicia. En esta ocasión sin guitarra, la batuta armónica correspondió al pianista Jon Cowherd, concentrado hasta el límite. Myron Walden y Melvin Butler tejían el hilo melódico con precisión y sentimiento. El primero alternaba saxo alto y clarinete bajo, el segundo tenor y soprano. Chris Thomas dirigía al grupo desde atrás, asentando el tiempo con su contrabajo mientras Blade jugaba con desplazamientos rítmicos.

Las baladas se encendían, los pasajes líricos abrazaban a la libre improvisación, los contrastes se sucedían de forma desenfadada, orgánica y naturalmente. Uno de los mejores conciertos de mi estancia neoyorquina, sin duda. Se me hizo corto.

 

6, 7 y 8 de agosto. Juliet Annerino & Friends (varios lugares)

Una parte muy gratificante de mi trabajo como bajista y contrabajista consiste en organizar conciertos en Madrid para músicos del otro lado del Atlántico. En los últimos tres años he tenido el placer de recibir a la cantante de Chicago (residente en Los Ángeles) Juliet Annerino. Suele pasar una o dos semanas por aquí, que aprovechamos para dar varios conciertos junto a otros compañeros de la escena jazzística local. Cuando Juliet se enteró de que yo iba a ir a Nueva York, localizó a un guitarrista (Nick Demopoulos, pedazo de músico), organizó tres actuaciones y tomó un avión de costa a costa. Nick me dejó un bajo eléctrico y el 6 de agosto me encontré dando mi primer concierto de jazz en Estados Unidos, en un local del East Village de Manhattan.

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La experiencia fue inolvidable, y nunca estaré lo suficientemente agradecido a Juliet y a Nick por su dedicación y entrega. Por cierto, en el último show tuvimos que “pasar la gorra” entre el público para ganar unos pocos dólares. Esa costumbre aún no se estila por estos lares, algunos dicen que afortunadamente. Vista la situación del país quizá sea el momento de replantearnos nuestro “modelo de negocio”.

 

9 de julio. Earl Klugh (Blue Note)

No lo puedo remediar (ni quiero). Me crié escuchando jazz fusion. Gracias a las melodías edulcoradas de las estrellas del momento me adentré posteriormente en las corrientes centrales (y también en las extremas) del jazz, pero siempre que escucho fusión de los ochenta me emociono. Uno de los discos que más me influyó en la época fue el Collaboration de George Benson y Earl Klugh. Imagínense la sonrisa que esbocé cuando comprobé que el último actuaba, durante mi estancia americana, en el Blue Note.

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Curiosamente la sala es más pequeña e incómoda de lo que imaginaba. Tampoco fue bueno el sonido, descompensado entre la agresividad de la batería y la guitarra acústica del líder, muy por debajo del volumen del resto de la banda. Sea como fuere, Klugh abrió su actuación con “Brazilian Stomp”, del disco mencionado. Qué alegría.

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El resto del show fue alternando originales de los miembros de la banda con alguna versión, como el “I Say A Little Prayer” de Burt Bacharach. Klugh me decepcionó un poco como guitarrista. Ni pizca de virtuosismo. A veces parecía estar luchando con el instrumento, falló bastantes notas y se equivocó en algunas entradas. El héroe de la noche fue Nelson Rangell, otro de esos saxofonistas asociados a la fusión comercial. Al alto, al soprano o a la flauta, su sonido era amplio y contundente, su fraseo claro y decidido. Lo mejor de la noche fue escucharle silbando con una afinación perfecta.

 

10 de julio. Al Foster/George Mraz Quartet (Birdland)

Mi aventura finalizó en el Birdland, la “esquina jazzística del mundo”, una sala grande y confortable que, a pesar de ser viernes por la noche, presentaba un aforo escaso. La velada me ofrecía la oportunidad de volver a degustar al gran Al Foster y de ver, por primera vez, a George Mraz, uno de mis contrabajistas favoritos. Completaban el cuarteto la pianista Renee Rosnes y el aclamado Mark Turner al saxo tenor.

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El concierto giraba en torno a composiciones del repertorio de Joe Henderson. La falta de ensayo era evidente, pero en figuras de esta dimensión eso no es un problema; al contrario, permite contemplar con detalle su interacción, su capacidad de improvisación y sus tablas escénicas. Especialmente delicioso fue observar a un veterano como Al Foster intentando ejecutar todo tipo de recursos, equivocándose y saliendo del atolladero con frases bien elaboradas. Lo suyo es jazz del de verdad. Contaba con un kit de batería mínimo, con el que reproducía melodías perfectamente reconocibles. Su ride caminaba con un swing contagioso, y los tambores daban a su discurso un aire antiguo que las nuevas generaciones están perdiendo. George Mraz demostró seriedad y espíritu de equipo. Es todo un virtuoso, pero cuando acompañaba se limitaba a cumplir su labor. En sus solos extraía bellísimas melodías a partir de las notas más agudas de su contrabajo, pero sin abusar del recurso. Renee Rosnes es pura delicadeza, puro estilo. Su fraseo merece ser estudiado. El que desentonó con creces fue Mark Turner, en mi opinión uno de los músicos actuales más sobrevalorados. De entrada su estilo sombrío no pegaba con el de sus compañeros; pero además estuvo desacertadísimo durante toda la noche. Quizás por un exceso de respeto a los galones de Foster, Turner entró tarde a casi todas las melodías, omitiendo las primeras notas de las mismas (las de la anacrusa, por si algún músico está leyendo esto), algo especialmente doloroso en temas como “Night And Day” o “Recordame”. Sus solos no iban a ningún lado, las frases quedaban a medias, los silencios se eternizaban… Mraz y Foster no parecían estar muy cómodos, hasta el punto de que el saxofonista lastró un concierto que hubiera funcionado perfectamente a trío.

Coda

Me alegra inmensamente haber pisado las calles que transitaron los grandes de esa música que tanto amo, el jazz. La experiencia neoyorquina me ha llenado y seguro que dejará su poso. Me quedo con los recuerdos y con las compras. Como comentaba al principio, la ciudad ya no es lo que era y no quedan demasiadas tiendas especializadas, pero aún así pude encontrar alguna joya. Ahora toca disfrutarla

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Texto y fotos © 2012 Arturo Mora Rioja

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